Hace un par de semanas se desató en redes una tormentosa búsqueda de hemeroteca maldita a raíz de la designación de cierto candidato con un bagaje poco apropiado por sus altas dosis de incorreción política. Es irónico que la nueva izquierda eche en cara a nadie afirmaciones lanzadas al vacío de Internet hace más de una década, ejerciendo de perro policía del discurso aceptable, y al mismo tiempo, reivindique su carácter antisistema, irreverente y contracultural.

Resulta que, precisamente entonces, estaba leyendo Pensar lo que más les duele, obra de Adriano Erriguel publicada por la editorial Bibliotheca Homo Legens. El libro es una auténtica mina, y lo recomiendo a cualquier lector que quiera entender un poco mejor la actualidad de nuestra política líquida y la gestación del batiburrillo que hoy gobierna medio mundo aglutinando neoliberalismo, capitalismo, progresismo, feminismo y marxismo, por dejar ahí el listado de movimientos perniciosos que comulgan con la nueva corrección política. Uniendo ideas de aquí y de allá, absurdas noticias leídas estos días locos, frases de Erriguel y la particular hemeroteca que guardo en mi cabeza, me propongo tejer un hilo de hebras de aparente poca similitud pero que, en realidad, forman parte de la extraña urdimbre multicolor de nuestros días. Como decimos en Twitter, «abro hilo».

El caso es que a nadie se le escapa ya que se ha llegado a un punto en el que incluso la comedia se ha visto resentida por este neopuritanismo que no permite que se haga «un poco de humog». La acotación de lo políticamente correcto y de los temas vedados provoca que cada vez sea más difícil hacer sátira —como José Mota nos recordó en su padreada de Nochevieja, Cuento de Vanidad—, y lo absurdo de las situaciones de la realidad, que la ironía no tenga cabida. De hecho, lo absurdo de la realidad que vivimos es lo que permite, en parte, que los bulos calen tan hondamente, porque ya no hay tantas cosas increíbles en estos días de posverdad, noticias enlatadas en 280 caracteres y cadenas infinitas de reenvío.

Cuando uno regresa a sitcoms de hace años, como la determinante e increíblemente progresista para su época Friends, no puede sino arquear las cejas con no pocas de sus bromas, impensables hoy en día. Incluso la izquierda, en su hipocresía, se lamenta de que ya no pueda hacerse humor, aunque se rasga las vestiduras cuando un chascarrillo cualquiera aparece en la hemeroteca de hace una década de un candidato de a pie. Es decir, la nueva izquierda es, de manera simultánea, verdugo y reo, victimario y víctima, porque eso es precisamente lo que más les conviene.

Por una parte, están quienes ejercen la hiprogresía moral y señalan los chistes del otro por ofensivos, misóginos, homófobos, xenófobos y demás fobos, pese a tener ellos mismos la espalda cargada del mismo quintal: son los neoinquisidores de la corrección política, los de «haz lo que yo te digo, no lo que yo hago», que a todos nos resultan ya muy familiares. Pero no son sólo jueces que simplemente señalen, ya que, normalmente, pretenden dar castigo público ejemplarizante en virtuales actos de fe, y llaman a la masa a desterrar al condenado. Por otro lado, están los penitentes, los que se cuelgan el sambenito voluntariamente y se preguntan en su fuero interno si su próxima frase podría ser malinterpretada y resultar ofensiva para les colectives. Son los que «chequean sus privilegios» (Check your privileges) y defienden el pago de reparaciones a las minorías históricas esperando —en vano— exonerar la culpa de los graves pecados de sus padres y abuelos para poder sentirse mejor y libres al fin de tamaña carga. Son verdaderas víctimas del nuevo sistema de la Gestapo cultural, porque ya ni siquiera requieren de un control externo: su propia dictadura interna es mucho más potente, y son ellos mismos los que aceptan convertirse en ciudadanos de segunda de la nueva sociedad estamental. No es extraño que luego aparezcan tantas filias extrañas: por algún sitio tiene que salir esa autorepresión.

Así, la risa está mal vista, porque casi siempre es irrespetuosa, y bromear puede convertirse en un campo de minas, incluso en los entornos más cercanos. Resulta que, quien lo iba a decir, la nueva religión laica es aún más restrictiva, aún más seria y aún más grave que las creencias tradicionales, que son tildadas de antiguas, imposibles o absurdas. Esta fe progre viene acompañada, además, de la revisitación —el juicio, con ojos de hoy, de elementos no contemporáneos y, por tanto, fuera de los estándares actuales— y de la consiguiente cancelación —el antiguo ostracismo, destino final de los protagonistas de la historia, artistas y creadores, sean viejos o nuevos, que no entran en los marcos de esta religión actual. De esta forma, escritores son expulsados de su propia obra por sus opiniones respecto a cuestiones que nada tienen que ver con la misma —véase el reciente caso de J.K. Rowling, de nuevo en boga por el 20 aniversario de su heptalogía.

Con esto último, podríamos asomarnos al debate en torno a la propiedad de una obra considerada universal, que, con frecuencia, lleva aparejada la construcción de un lore por parte del fandom, esto es, la propiedad colectiva de una historia creada originalmente por una persona, pero democratizada, enriquecida y tomada como propia por sus fans. No es un debate que me interese per se, sino porque me sirve de conductor y me lleva a recordar un suceso histórico reciente, de vital importancia para el hilo que trato de tejer, suceso curioso que desarrollaré en mi siguiente artículo: un escándalo de —aparentemente— poca importancia, surgido en las frikis cavernas de los niños rata pero que, frente a todo pronóstico, levantó olas que aún hoy en día siguen agitando nuestro mar social.