Quitando algún texto no demasiado largo en época de confinamiento, y muy marcado por la situación aquella, me he resistido bastante a escribir del virus éste que nos está amargando la vida. Primero, porque no tengo mucha idea, la verdad, de virología, bioquímica, pandemias y demás. Tampoco demasiada de salud, medicina y todo eso. Pero sobre todo porque todo lo que rodea al COVID es de una opacidad, una contradicción de informaciones y fuentes, una tan absoluta maraña de datos, noticias y opiniones, de contradicciones entre experiencias y conocidos tan distinto a lo que los medios cuentan, una saturación tal de minutos y páginas y mensajes diarios, en todos lados, que es imposible saber absolutamente nada ni orientarse entre tanta infoxicación comunicativa.

Lo que sí parece bastante claro es que esa saturación no está ayudando demasiado a manejar la situación. Tengo para mí que piensan que si nos asustamos —porque así ha sucedido en estos dos años— sería más fácil manejar nuestras conductas para evitar contagios, pero está claro que esa política de control de la pandemia ha tocado fondo. El cansancio y la saturación no han borrado el miedo, pero le han quitado el control de la conducta, para dejarnos sin más en brazos de la inquietud, sin la más mínima serenidad, pero sin medios de acción. Tenemos miedo, pero tenemos más cansancio. Más que asustados estamos sobresaturados. Estamos a merced del virus, pero no sabemos cómo hacer.

Hay una clave muy profunda que me ha venido rondando desde el comienzo de la pandemia ante los números terribles y las más terribles imágenes y las tremendas historias vinculadas con los fallecimientos de los días más duros de la primera ola, y es el tabú de la muerte.

El COVID nos ha puesto de frente a la muerte, pero como quien miraba a Medusa a la cara, ésta nos ha convertido en piedra. Nos ha paralizado. Lógicamente ese es el central temor de la experiencia de la enfermedad. Que nos ataque de tal modo a nosotros o a quienes queremos, que llegue a quitarnos todo lo que somos y tenemos, que nos alcance la muerte.

Hablar de la muerte es complejo obviamente. Es la única certeza que tenemos de la existencia, pero intentamos no pensarlo, no verla, no mirarla. El miedo se adueña de lo que somos ante la posibilidad —cierta y absoluta— de perderlo todo. Cuando, sin más, la enfermedad nos ha colocado delante de la única verdad que todo ser humano lleva consigo (que morirá), no lo hemos soportado. Como el avestruz, escondemos la cabeza para no mirarla. Huimos. Queremos mirar a otro lado, aunque no podamos de lo paralizados que el miedo nos ha dejado. Esa incómoda verdad que nuestra cultura se encarga de ir tapando como puede, con ocio, evasiones, comodidades, tecnología y presentismo, nos ha estallado en la cara. Y no lo hemos soportado.

Huimos pensando que la técnica todo lo podrá. Que por fuerza la medicina, la investigación, la vacuna obligatoriamente tienen que vencer. Somos modernos, tecnológicos, tenemos todo lo que pensamos en ocio ya aquí y ahora, descolgar un teléfono, abrir una web, un mensaje, un canal de cine o de series, y alcanzamos lo que deseamos. Pues ahora deseamos que la enfermedad no nos venza, que se cure, y que lo haga ya. Que la muerte se destierre. De eso nos hablan los profetas del transhumanismo a fin de cuentas. Pero de hecho la enfermedad sigue entre nosotros. Y nos paraliza. Y el relato del progreso indefinido se tambalea. Y los intereses de este mundo hipereconomizado parece que se esconden entre tanto canto de sirena del progreso. El progreso como cortina de humo para que los de siempre se enriquezcan aún más y fortalezcan su poder aún más.

Hay una idolatría de la técnica y la ciencia que nos hace olvidarnos de que no lo podemos todo, que hay unas cuantas variables que no manejamos y que tiene su propio desarrollo, que podemos hacer cosas —y hay que hacerlas— pero que aun haciendo todo lo que podamos, no controlamos lo incontrolable.

Estamos cayendo en una mezcla de fantasía de omnipotencia e inmortalidad ante eso de la salud que no puede hacer sino aumentar nuestros miedos y nuestras frustraciones, nuestras huidas, nuestras evasiones y nuestros tabúes.

Ante eso, desesperamos, nos mesamos los cabellos, gritamos, lloramos, nos hundimos… pero no podemos no mirarlo. Cabe sin más continuar viviendo de la mejor manera que podamos, con prudencia, poniendo los medios que podamos, pero el problema es otro. Somos incapaces culturalmente de establecer un relato ante la muerte. Cuando la fe del cristianismo ha dejado de ser una respuesta para inmensas masas de gente, la muerte es un abismo que paraliza. Hace que el ser humano se rinda al inexorable fatum de la muerte que vence al ser humano. Paraliza o en la desesperación consciente de la muerte —esa pregunta existencialista sobre el suicidio cómo única pregunta son sentido…— o en la huida consciente de ella —el orgiástico y tan contemporáneo «hoy comamos y bebamos» de quien desesperado no ve más que un breve tiempo aquí a vivir con la intensidad del que sabe que será presa de la nada.

No es ese el mensaje cristiano. El mensaje del cristianismo siempre ha sido de un profundo sentido común. De un equilibrio magnífico entre todos los posibles extremos desestabilizadores de la vida. Con la muerte igual. Sin embargo, el mensaje de esperanza y de que la muerte es sólo un paso más de la existencia hacia otra vida más verdadera no consuela hoy, porque ya no se cree. La función de la esperanza cristiana de que el miedo no domine la vida, para poder vivir con más sentido y plenitud, para dejar espacio a una vida en la que el amor sea el motor del tiempo, no es eficaz porque el mundo ha perdido la fe. No somos capaces de aceptar la muerte, y por tanto perdemos la mejor manera de vivir.

La fe nos dice que la muerte es un don, una puerta, un regalo, pero no hay que adelantarlo. Hay que continuar haciendo todo lo que se pueda en el mundo de la ciencia, la medicina, la técnica o lo que sea, pero colocar todo eso también en su justo lugar. La esperanza fundamentada en la Resurrección de Cristo —el único que ha vuelto a la vida para quitar el miedo a la muerte— es la experiencia de que la muerte no es el final ni el abismo que anula al ser humano, pero que es la única certeza de la persona. Cuando un niño nace, nadie sabe qué será de él, ni cómo será, pero sí sabemos que la muerte le llegará. Ser conscientes de la muerte, bien conscientes, ayuda a vivir mejor. Sabiendo que estamos llamados a la muerte, vivimos con más sentido. Y con más realismo.

Toca, mientras nos llegue, desde luego, vivir la realidad con prudencia, con sensatez, con cuidado de uno y de los otros, pero también toca no perder de vista que la muerte existe, que no sólo no se irá jamás, sino que está bien que sea así, que nos tocará cuando nos toque, y que no es malo. Al revés. Como la vieja fábula dice, la muerte es un regalo de los dioses para los hombres, porque nos abre a la verdadera vida. La concepción cristiana de la muerte nos ayuda a vivir la vida, ya aquí y ahora, con sentido. Con amor. Con esperanza.

Y lo estamos perdiendo.

Vicente Niño
Fr. Vicente Niño Orti, OP. Córdoba 1978. Fraile Sacerdote Dominico. De formación jurista, descubrió su pasión en Dios, la filosofía, la teología y la política. Colabora con Ecclesia, Posmodernia, La Controversia y la Nueva Razón.