El Atlético de Madrid se reencontraba este domingo con su hinchada tras un largo año y medio de distanciamiento forzoso, y lo cierto es que el reencuentro no defraudó las expectativas. Antes de que el balón echase a rodar, hubo tiempo para que la multitud congregada en el Metropolitano recibiese a los jugadores coreando ensordecedoramente el himno, para que éstos brindasen a aquéllos, en justa correspondencia, el trofeo de Liga de la temporada pasada y para que todos participasen de una ofrenda floral por los socios fallecidos durante el año y medio que llevamos de pandemia.

En lo estrictamente futbolístico, la alineación de Simeone tenía algo de experimental, casi de incierto. Como sólo la integraban dos defensas puros, se intuía que muchos jugadores habrían de desenvolverse alejados de sus posiciones naturales. Finalmente, Kondogbia, mediocentro, jugaría de central junto a Giménez y a Savic; Saúl y Marcos Llorente se desempeñarían como carrileros; y Carrasco, habitual jugador de banda, acompañaría a Correa en el centro del ataque.

En los primeros quince minutos, alentado quizá por el emotivo reencuentro con el público, el Atlético pudo agobiar al Elche y gestar algún conato ―sólo eso― de ocasión a través de sus carrileros: Llorente alcanzó la línea de fondo en un par de ocasiones y Saúl, como nostálgico de esa época en la que anotaba golazos con relativa frecuencia y en la que aún no vagaba por el campo cual espectro, probó fortuna desde fuera del área.

Sin embargo, el empuje inicial del Atlético no tardó en extinguirse, el Elche fue acomodándose en el campo y el partido empezó a adecuarse al contexto temporal y al meteorológico. Su ritmo devino en el ritmo mortecino, languideciente, que cabe esperar de toda actividad humana un domingo por la tarde en pleno agosto, con un sol de justicia y treinta y cinco grados a la sombra. Todo consistía en una sucesión de posesiones entre anodinas y erráticas, un tormento para el espectador que uno no podría desearle siquiera a su peor enemigo.

En estas circunstancias, la pausa de hidratación, celebrada al filo del minuto 30, se nos apareció a muchos bajo la forma de una tímida esperanza. Quizá el agua, que obra milagros, y las instrucciones de los entrenadores contribuyeran a acabar con el embotamiento colectivo. Pero no: el choque ―el amistoso manoseo, más bien― continuó afectado por esa mórbida monotonía que obliga a los periodistas a tirar de ingenio para escribir sus crónicas.

En el minuto 39, cuando todo apuntaba a que la primera parte terminaría en 0-0, llegó el gol del Atlético. Rodrigo de Paul le dio a Correa un sutil pase en profundidad que habría quedado en nada si Kiko Casilla se hubiese conducido con la pericia que se le presupone a un portero de Primera División. El caso es que no lo hizo y que Correa anotó a placer, con la portería semivacía, su tercer tanto en dos partidos.

Los colchoneros también afrontaron el inicio de la segunda parte con ímpetu. En el minuto 51, de hecho, Carrasco desperdició, por ese exceso ornamental tan típicamente suyo, una buena oportunidad de ampliar el marcador. Pero las aguas volvieron pronto a su cauce y el partido recobró su tediosa uniformidad.

Transcurridos diez, quince minutos, Simeone modificó sustancialmente el equipo: reemplazó a Lemar por Suárez y a De Paul por Trippier, y trasladó a Llorente y a Saúl al centro del campo y a Carrasco a la banda izquierda. Con el marcador favorable y un Elche inoperante en ataque, unos cambios tan, digamos, drásticos sorprendieron. Simeone parecía estar compadeciendo al espectador y deseando que el partido diese un vuelco, aunque fuese en perjuicio de su equipo. Por supuesto, eso no ocurrió, y el Elche no se aproximaría a las inmediaciones del área colchonera sino tímidamente, como un niño medroso que pide permiso a los mayores para jugar con ellos.

Los últimos minutos, lastrados por la inocuidad de los ilicitanos y la austeridad casi excesiva de los madrileños, no nos brindaron nada digno de ser contado, y lejos de mi intención gastar tinta en causas que no lo merecen.

El Atlético ganó sin cautivar, cierto, pero también sin sufrir. Pensándolo bien, ya habrá tiempo para florituras.