No pediré a nadie que me crea, pero, por si fuera relevante, aquella tarde del 25 de noviembre de 2020, vi llorar a un balón de fútbol. Estaba arrinconado, sobre una peana, como una especie de trofeo o escultura pintoresca, y lagrimeaba como en el tango de Scatasso y Navión.
Apenas unos segundos antes, un mensaje de texto llegado de un amigo de la Argentina. Conciso, frío, cortante como los puñales que se clavan en la espalda desprotegida y confiada.
«Murió el Diego»
Reacción instintiva. Una rápida consulta a todos los diarios digitales. Los españoles aún no facilitaban la noticia. Infobae, adelantaba lo que parecía una irrealidad. Y, en apenas unos segundos, el mundo informativo varió sus portadas y arranques, las redes sociales se llenaron de pésames y recuerdos mientras que las calles de Buenos Aires se convierten en un monumental y multitudinario duelo.
Porque, sí, aquella tarde española, aún mañana en la patria albiceleste, el hombre nacido Diego Armando Maradona abandonaba su ser terrenal y, si es que no lo había hecho previamente, se encaramaba al altar de deidad futbolística.
Los que iniciamos la cuarentena (pandémica) coetáneamente con la otra (la del calendario) tuvimos ocasión de disfrutar el fenómeno Maradona sin necesidad de recurrir al cántico y la glosa —no siempre imparcial— de los hagiógrafos ulteriores. Vivir los acontecimientos ayuda a analizar alejándose del habitual recurso al arabesco lingüístico.
El Mundial México 86, vencido por una Argentina que, objetivamente, distaba mucho de ser el mejor equipo de los que participaron, encumbró al 10 argentino de un modo rara vez observado en tal competición —antes y después de su acontecimiento. Aparte del afamado gol a los ingleses (se hace imprecisa mayor referencia), Diego fue totalmente crucial en todos los encuentros disputados por su selección. Si quieren gozar de un partido de auténticos quilates, no se pierdan la semifinal ante Bélgica —una cita en la que la Historia, y un penalti fallado por Eloy Olaya, apartó a España como protagonista.
Pero es que la grandeza de Maradona se eleva, aún más, si cabe, en el Mundial Italia 90. De nuevo con una selección menor, algo más arropado gracias a Caniggia, Maradona aúpa a los suyos hasta la final, demostrando, de nuevo, su carácter y arrojo en la entonación de los himnos en la semifinal ante Italia —Maradona trasciende lo deportivo porque tomó partido en lo social, en lo político, en lo vivencial… Y siempre fue extremo. Otro detalle de la maravilla del argentino es el pase a Caniggia en los cuartos ante Brasil para que el delantero de la inconfundible melena rubia batiera a Taffarel y sellase el billete para cuartos de final. De nuevo, llámenlo casualidad, si Míchel hubiera saltado en la barrera de aquella falta, el rival de Argentina hubiera sido España.
Ciertos críticos, ciertos estadísticos, reprochan el «escaso» bagaje y palmarés individual en cuanto a resultados en el seno de competiciones de clubes (un Metropolitano con Boca, una Copa del Rey, una Copa de la Liga y una Supercopa con el Barça, dos Scudettos, una Copa Italiana y una Supercopa, además de la UEFA con el Nápoles).
Maradona supera la iconografía pop porque su imagen es impropia para un publicista. Es demasiado imperfecta, demasiado humana, con un centro de gravedad tan bajo que le permitía resistir las asesinas entradas que, por entonces, ni acarreaban tarjeta amarilla, aunque se quebraran huesos como la de Goicoechea en el Camp Nou.
El tránsito de Diego, aparte de iniciar esos siempre insoportables culebrones de los que, como moscas, acuden a los cadáveres aún calientes, supone la epifanía de la hermandad argentina, hasta el punto de conseguir que una camiseta de River se funda en un abrazo con otra de Boca y los hombres que las portan puedan preterir el sublime odio que se profesan para hallar refugio y compañía ante la congoja inenarrable del deceso del 10.
Hubo quien se planteó la posibilidad de que, pasados tres días, los medios nos despertaran del mal sueño y, como en una profecía observada, se anunciara la resurrección del cuerpo que acogió la inspiración del dios del fútbol aquella tarde del 86 en el Azteca.
Pero conviene acostumbrarse a los sucesos y asumir, en este doloroso aniversario, que Diego murió. Me lo confirma la pelota, que no ha parado de llorar ni un solo día desde aquella tarde del 25 de noviembre de 2020, en este año en el que vivimos sin Diego.