Tiene escrito Stefan Zweig sobre la Historia que, pese a que en la mayoría de las ocasiones únicamente se dedique a hilvanar un hecho tras otro en esa inmensa cadena que se extiende a lo largo de miles de años, existen momentos en los que «un único “sí”, un único “no”, un “demasiado pronto” o un “demasiado tarde” hacen que ese momento sea irrevocable para cientos de generaciones, determinando la vida de un solo individuo, la de un pueblo entero e incluso el destino de toda la humanidad». La Transición a la democracia que vivió España en 1978 fue sin duda uno de esos momentos estelares de nuestro país, un acuerdo que alumbró la Constitución que aún hoy nos ampara pero que se antoja difícilmente reeditable a ojos de cualquiera que se asome por el hemiciclo.

Viene siendo habitual de un tiempo a esta parte que el Día de la Constitución quede presidido por la obra El abrazo, de Juan Genovés, un lienzo que, aun habiendo sufrido una resignificación por parte de la izquierda como homenaje a los abogados de Atocha asesinados en 1977, pretendió representar la reconciliación nacional tras la muerte de Franco. No obstante, podría ser que casi medio siglo más tarde, España hubiera cambiado de retablo quedando retratada hoy en el Guernica, de Picasso, abandonando la monocromía de la obra de Genovés y tiñéndose de blanco y negro. Un país partido en dos, donde, tanto el toro como el caballo, parecen haber resultado fatalmente heridos en el más sangriento de los rejoneos y donde lo único compartido es la angustia y el desaliento. Los figurantes de El abrazo parecen alejarse dando la espalda a una sociedad cainita que repudia la herencia de armonía y unión legada por sus mayores.

En una España cada vez más enfrascada en un electoralismo que emula a los hinchas más fervorosos de cualquier equipo deportivo, llegar a grandes acuerdos que persigan el éxito de lo común deviene imposible. El aplaudir a oradores de formaciones rivales o apoyar propuestas que un partido llevaba en su propio programa pero que son presentadas por otro, es interpretado por muchos simpatizantes como una de las más altas traiciones imaginables. Del abrazo del pasado no queda más que un recuerdo al que apelan impostores que se disfrazan de hijos de un ayer que les queda grande y que únicamente evocan para cebar su ego. Estos usurpadores llenan sus bocas de «diálogo» hueco, pláticas sin una derrota marcada ni contenido fijado que hacen de la política un Babel en el que sólo hay marañas de palabras pronunciadas al viento sin nadie con voluntad de recogerlas.

Si santificar cualquier tiempo pasado podría resultar imprudente, igualmente lo sería renegar por completo de lo antiguo y beatificar el presente. Conviene mirar al pasado con gratitud hacia aquellos que lo labraron, pero también con la objetividad necesaria para percatarse de sus defectos con el fin de dejar a los que vengan una realidad mejor que la que nos encontramos. Es precisamente así cómo la Constitución trenza todos los mimbres de la democracia que tenemos sin pretender ser perfecta y, cuando la adversidad aprieta, a la Ley de Leyes, como a los amores maduros, es más fácil advertirle los fallos que los aciertos, sin llegar nunca a pensar que la Carta Magna heredada, si bien podría ser mejor, también podría albergar deficiencias mayores.

Puede ser que los parámetros que marcan el juego político hayan cambiado profundamente, pero no así los valores con que habría de reglarse. Resulta vital proteger ese abrazo que nos dimos en 1978 de aquellos que pretenden sustituirlo por el abrazo que Pablo Iglesias y Pedro Sánchez se dieron en enero de 2020, los mismos que leen la Constitución cual Rayuela, pervirtiendo el sentido de su articulado; que no distinguen entre Gobierno y Estado; que la reivindican sólo los días impares; que subastan sus páginas al mejor postor a cambio de una legislatura; que no la consideran legítima por no haberla votado —como si fuera necesario votarla cada año para acomodarla a los adultos recién llegados—; y que llegan incluso a afear la defensa de los derechos constitucionales ante los tribunales como si estuvieran legitimados para decir: «La Constitución soy yo». Porque violar la ley suprema es tanto como escupir sobre el consenso que nuestros ancestros construyeron a base de sacrificio, generosidad y confianza mutua.

El Derecho jamás podrá ir por delante de su tiempo, de la misma manera que, en una sociedad en continuo cambio, cualquier Carta Magna jamás podría reflejar con suficiente nitidez la realidad del país que bajo ella se cobija.

No obstante, la Constitución del 78 y la casualidad no podrían responder a los ataques recibidos desde el Ejecutivo de mejor manera que recordando en su artículo 43, cuando cumple exactamente esos años, lo siguiente:

    1. Se reconoce el derecho a la protección de la salud.
    2. Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto.

Si los artículos de la Constitución se deben cumplir «de pe a pa», empecemos por éste.