El papa Francisco ante el Congreso de los Estados Unidos manifestó que «en estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del movimiento Catholic Worker. Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos».

Dorothy Day era una gran desconocida para el mundo no anglosajón hasta que el papa expresó estas palabras, aunque siendo sincero, probable y lamentablemente, me temo que seguirá siéndolo después de ellas. Pero la obra y la trayectoria de esta «radical piadosa» —como fue conocida en vida— mereció ese justo reconocimiento del Santo Padre y también merece el conocimiento del común de los mortales.

Nacida en Brooklyn en 1897, creció en un entorno de miseria generalizada en el Nueva York de principios de siglo, donde la llegada de miles de inmigrantes agudizaba las dificultades para garantizar unos mínimos vitales en una población que se hacinaba en ese nuevo mundo buscando un futuro de mayor prosperidad que el que dejaban atrás en Europa.

Pronto la realidad vivida la acercó a los incipientes movimientos obreros socialistas desde donde participó activamente en la organización de huelgas y mítines que dieron el resultado en varias ocasiones de acabar en prisión.

Muy inquieta intelectualmente, oscilando políticamente entre el socialismo y el anarquismo, empezó a leer a numerosos autores católicos e, influenciada por ellos y por amigos en los que encontró refugio y ayuda, comenzó a frecuentar la Iglesia, donde finalmente optó por recibir el bautismo y la comunión.

Ella misma señaló ese momento no pleno de gozo porque «amaba a la Iglesia no por ella misma; pues a menudo, era motivo de escándalo, sino porque hacía visible a Cristo». Esta conversión y el camino de la fe surge tras el nacimiento de su hija y la lleva al abandono de su marido, el anarquista Foster Batterham, que se negó a contraer matrimonio.

En 1933, muy influenciada por su amistad con el católico radical Peter Maurin, fundan juntos el periódico Catholic Worker desde donde no sólo informan de las huelgas, el trabajo infantil o la situación del mundo rural, sino que crean un banderín de enganche para numerosos hogares y comedores que dan asistencia a los que más sufren, logrando pasar de los 2.500 ejemplares del número inicial a una tirada de 150.000 en 1936.

El movimiento católico de trabajadores movilizó pronto a miles de jóvenes, siendo recibido con escepticismo, cuando no con rechazo frontal, por algunos de los sectores más aburguesados de la Iglesia Católica, acusándoles directamente de simpatizar con el comunismo. Nada más lejos de la realidad porque Dorothy May, que jamás renegó ni ocultó de sus orígenes y de los de su activismo, se reclamaba como una «católica enciclicista», apoyada en la Doctrina Social de la Iglesia frente a una realidad injusta de hambre y miseria para amplias capas de la sociedad norteamericana que encontraron ese catolicismo social una respuesta y una ayuda en sus luchas cotidianas.

La influencia distributista

Es evidente la influencia no solo de las encíclicas papales sino de las teorías distributistas que llegaron de Inglaterra de la mano de G.K. Chesterton o de Hilaire Belloc, para quienes encíclicas como la Renum Novarum de León XII supusieron un punto de partida, con el objetivo de lograr «el mayor número posible de propietarios de los medios de producción», de tal forma que la distribución de la riqueza se ampliara. Estas teorías, a través del movimiento de Day y Maurin, fueron aplicadas en decenas de comunidades rurales y cooperativas que bajo la protección del movimiento obrero católico germinaron por todo el país.

La propia Dorothy Day, en el número de El trabajador católico de junio de 1948, manifiesta que «la meta del distributismo es la propiedad familiar de la tierra, talleres, tiendas, transportes, comercios…». Así, desde su movimiento, se compaginó la lucha por la reforma integral de la sociedad con aplicación práctica de proyectos sociales junto a un activismo incansable que la llevó a ser detenida una docena de veces en protestas laborales o contra la guerra.

Prolífica escritora dejó tras de si no solo su ejemplo, sino también el testimonio de un pensamiento y de un tiempo en decenas de artículos y en dos libros autobiográficos titulados La larga soledad y Mi conversión.

Fallecida el 29 de noviembre de 1980, esta activista, oblata benedictina y periodista sigue siendo hoy un referente del catolicismo norteamericano. Declarada sierva de Dios por san Juan Pablo II en 1996, aún está abierta su causa de beatificación. Hoy, siguen activas dos centenares de comunidades a lo largo y ancho de los Estados Unidos que continúan su labor de evangelización y compromiso social.

Nada mejor que terminar esta semblanza con sus propias palabras para entender lo que representó y pensó Dorothy May: «El mayor desafío del día es cómo lograr una revolución del corazón, una revolución que tiene que comenzar con cada uno de nosotros».