En el mes de julio, despreocupados, optimistas y embriagados de pachorra veraniega, lo único que deseábamos era olvidar la pandemia y sus malditas restricciones. Así fue cómo, sin apenas hacer ruido, pasó inadvertida la sentencia del Tribunal Constitucional que fallaba que el primer estado de alarma aprobado por el Gobierno había sido inconstitucional. El órgano entendió que, para acordar el confinamiento de toda la población, era necesario declarar el Estado de excepción, cuya aprobación le compete al Congreso de los Diputados previa solicitud del Gobierno, no siendo suficiente la declaración de un estado de alarma para suspender derechos fundamentales. En efecto, Sánchez —el magnánimo— actuó al margen de la ley.
Unos meses más tarde, superado ya el síndrome postvacacional, entre el volcán de La Palma, una factura de la luz in crescendo y quién sabe qué disparate de Ione Belarra, el Tribunal Voxtitucional volvía a pasar desapercibido. En esta ocasión, lo inconstitucional había sido la decisión de la Mesa del Congreso por la cual se interrumpía la actividad parlamentaria durante las primeras semanas de la pandemia. La sentencia razonaba que el estado de alarma no podía interrumpir el funcionamiento de ninguno de los poderes del Estado porque, al hacerlo, estaría vulnerando el derecho fundamental de participación política. Nuevamente, Sánchez —el resiliente— actuó fuera de la ley.
Pero no hay dos sin tres. Hace unos días conocimos que el segundo estado de alarma también se pasaba la Carta Magna por el forro. Se ve que aquello de prorrogar injustificadamente un estado de alarma durante seis meses y de delegar la limitación de derechos fundamentales en las Comunidades Autónomas no se ajustaba del todo a lo proclamado por nuestra Constitución. Otra vez, Sánchez —el presidentísimo— actuó por encima de la ley.
Por supuesto que me gustaría poder escribir que estos varapalos judiciales se han traducido en responsabilidades políticas —o en dimisiones, puestos a soñar—, pues un Ejecutivo que actúa al margen de la ley es un gobierno despótico y totalitario. Por supuesto que me gustaría poder escribir que Pedro Sánchez, en un gesto de decencia, ha comparecido reconociendo las irregularidades cometidas en la gestión de la crisis sanitaria. Pero no es así. No es necesario hacer absolutamente nada porque, por desgracia, la ciudadanía ha permanecido impertérrita ante unos de los ataques más flagrantes a nuestro Estado de Derecho. Se trata de que el garantista último de nuestro texto constitucional ha dictaminado que Pedro Sánchez y los suyos violaron la Constitución de forma reiterada durante la pandemia, pero aquí no pasa nada.
Lo que en cualquier país decente desencadenaría en una crisis institucional, en España apenas ha supuesto un par de titulares, y para colmo, lo poco que he visto centra más la atención en la fuerza política promotora de los recursos de amparo e inconstitucionalidad que al sentido de las resoluciones en sí. En efecto, para las fuerzas afines al Gobierno, la estrategia pasa —como siempre— en señalar al que dicta las sentencias. Así, el mismo órgano que en su día fue un referente de la progresía por avalar la constitucionalidad de un despropósito como la Ley de Violencia de Género, ahora se ha convertido en un tribunal compuesto por carcas ultraderechistas que le dan la razón a Vox.
«Hicimos lo que había que hacer»
No importa cuántas veces se haya violado la Constitución; no importa que en plena pandemia las preguntas de los periodistas al Ejecutivo se seleccionasen previamente; no importa que el comité de expertos sobre el que se basaban las medidas no existiese; porque, desde un principio, ya había ganado la falsa dicotomía de «o hacíamos eso o moriría más gente». El relato del «no se podía prever» acompañado de la caricatura del «capitán a posteriori» para señalar a toda voz discrepante con la gestión del Gobierno se convirtieron en las habituales vencedoras del debate público sobre el tema. No es cierto que el único camino para salvar vidas fuese saltarse la ley a través de estados de alarma inconstitucionales. No es cierto que no había alternativa. Desde luego que había opciones, pero como éstas exigían un mayor control parlamentario, fueron descartadas porque precisamente eso era lo que se pretendía evitar. Ahora, esta argumentación del «hicimos lo que había que hacer» está dando sus frutos, pues ofrece la coartada perfecta para enmascarar lo que en realidad hemos vivido: una dictadura sanitaria donde el Gobierno tenía el poder absoluto y una sociedad aborregada que no quiere verlo.
Los pocos que nos rasgamos las vestiduras con esta peligrosa idea de que «el fin justifica los medios» sabemos que detrás de ella se esconden las peores tropelías acontecidas en el siglo pasado. Tenemos claro que la conservación del Estado de Derecho es más importante que la urgente adopción de sabe Dios qué legislación por mucho que pueda parecer beneficiosa en un momento dado. El éxito de los medios de restricción del poder político radica en que no atienden a las pasiones particulares del momento —como una crisis sanitaria—, y por ello debemos defenderlos sin peros. Porque sí, lo que hoy fue la pandemia, mañana puede ser una cosa peor. Por esta razón, es crucial ser conscientes de la importancia de los mecanismos que pretenden proteger la esfera individual de la injerencia arbitraria del Gobierno, mantenernos firmes y no ceder ante criterios utilitaristas.
Me gustaría escribir que esto ha servido de lección, pero me ha tocado vivir en un tiempo en el que un cadáver exhumado hace dos años es más peligroso para la democracia que un Gobierno que vulnera la Constitución.