Remontémonos a un 22 de junio de 2008, en Viena. El estadio es el Ernst-Happel (el Prater, para los nostálgicos). Son los cuartos de final de la Eurocopa de naciones de fútbol. Italia se enfrenta a España. La España de la maldición de cuartos (del codazo de Tassotti, del atraco de Al Ghandour y el penalti de Joaquín, de la debacle de no superar la fase de grupos en Francia 98 y Portugal 04, de no clasificar para la Euro 92, del penalti a las nubes de Raúl ante Barthez, del salto que olvidó Michel en la barrera en Italia 90, de los lanzamientos a la madera en los penaltis de Nadal y Hierro ante la anfitriona en Inglaterra 96… y eso por citarnos solo las dos décadas previas).

Nadie contaba con una Selección entrenada por Luis (Aragonés, que en paz descanse) y que, además, había desterrado de la convocatoria a Raúl y a los valencianistas Cañizares, Albelda y Baraja, entre otros, tras una intrincada fase de clasificación que principió con sendas derrotas ante Irlanda del Norte y Suecia, llevando al seleccionador a estar cuestionao, mientras él se mostraba íntegramente confiado en un estilo de juego que, sin embargo, no había servido, en Alemania 06, para batir a la vieja Francia de los Zidane, Henry, Ribéry, Thuram, Makelele, Vieria.

Aquel 22 de junio de 2008, el contexto es preciso, enfrente se hallaba la campeona del mundo (Buffon, Chiellini, Panucci, De Rossi, Zambrotta, Perrotta, Toni, Cassano, Del Piero, et altri), pero los nuestros habían obtenido un pleno de victorias en la fase de grupos (ante Grecia, Suecia y Rusia) y la ocasión invitaba al optimismo.

Los noventa minutos reglamentarios acabaron en tablas. En la prórroga, Casillas (que aún no respondía a El Santo) comenzó su camino hacia la santidad futbolística evitando que Camoranesi prolongase nuestro infortunio en la ronda de cuartos (obviamos aquí, por pretéritos, la Eurocopa 64 del campeonato con el afamado gol de Marcelino, las semifinales del Mundial 50 y el recordado tanto de Zarra a los ingleses en Maracaná y la final de la Euro 84, con el recordado error de Arconada en la falta de Platini en el Parque de los Príncipes).

Dilucidar el pase desde los once metros traía fatídicos recuerdos a los nuestros (Eloy en México 86, los ya mentados palos de Nadal y Hierro en Inglaterra´96 o el fallo de Joaquín en Japón y Corea 02) pero, aquella noche, justicia —futbolística— divina mediante, la moneda cayó por el lado de la felicidad (solo erró Güiza, anotando Villa, Cazorla, Senna y Cesc, mientras que Casillas detuvo los de De Rossi y Di Natale).

A partir de aquí, vencimos 0-3 a Rusia en semifinales —en el, quizá, partido más preciosista y de mayor dominio de España junto a la final de Kiev 12 ante Italia— y el gol de Torres, ante la desesperada salida de Lehmann, nos colocó en lo más alto del concierto balompédico europeo.

Había triunfado una idea. De juego combinativo, ágil y dominador, que denostaba los antaño impulsados conceptos de Furia (aquel Camacho jugando con la frente abierta y un apósito en México 86) y el otrora famoso “a mí, el pelotón, Sabino que los arrollo” del mítico Belauste en Amberes 20 (1920, por las dudas). Un movimiento futbolístico que, luego, quiso atribuirse a Pep Guardiola pero que, obviamente, parió Luis y fue continuado por Del Bosque, alzando, consecutivamente, la dorada copa del mundo en Sudáfrica 10 y la Eurocopa 12 de Kiev.

Para los desmemoriados. El pago al arrojo, a la clarividencia, a la valentía de Luis —a esos servicios prestados que cambiaron la filosofía del fútbol a nivel mundial— fue su carencia de continuidad —España, sus tercios… ¿les suena?. El 28 de junio de aquel año, un día antes de la final de Viena, Aragonés, en entrevista, lo señalaba, resignado: “Me voy porque no se ha hecho nada para que me quede”.

La arenga de Luis antes de la final es filosofía del sacrificio y la motivación. Su frase “del subcampeón no se acuerda nadie” amerita ocupar el frontispicio de cualquier academia del deporte —de cualquier academia, sin más. Aunque quizá debiera apostillar, que ser primero garantiza el recuerdo, pero no el buen trato.

Su semilla y legado fue fértil y principió la época más dorada del balompié patrio, seguida, hasta la fecha, no solo por el conjunto nacional sino por otros conjuntos de gran éxito (i.e.: la Alemania campeona del mundo en Brasil 14).

La Euro 20 empezó recordando a 2008

La Selección de 2021 (a la que llamaremos errónea y pandémicamente la de la Euro 20) compartía varios antecedentes con la del año 2008.

Muy cuestionada la convocatoria —algo habitual salvo, quizá, en los años 2010 y 2012; no en vano todo español atesora en su interior a un seleccionador nacional—, sin importantes buques insignias en sus filas (Ramos, Nacho, Aspas, entre otros), con una generalizada desafección popular —alguno llegó a escribir que a sus jugadores no les reconocerían paseando por la teatral y madrileña Gran Vía— y comandada por un entrenador demasiado carismático y confiado en sus planteamientos como para no ser el centro de diana perfecto de las críticas de plumillas y aficionados).

No colaboró, para sumar voluntades, el arranque de competición con sendos empates ante Suecia y Polonia (subrayándose la carencia de gol y el excesivo dominio de la pelota sin correlato positivo en el luminoso). Se hizo escarnio de Morata, que contaba con la plena confianza del técnico y se lamentó el fallo de Gerard Moreno en el penalti señalado ante los polacos. Pocos querían apreciar que el juego, en ambos encuentros (especialmente ante Suecia y en el primer tiempo de Polonia), había sido de superlativo dominio y control.

Llegamos al partido ante Eslovaquia fuera de la clasificación, terceros de grupo, necesitados de una victoria y jugando en Sevilla (que no había respaldado en exceso al combinado español [capítulo aparte merecería el estado del césped de La Cartuja]). Se falló un penalti (sí, Morata) y los augurios se oscurecían a pesar de que, de nuevo, la posesión y el juego desplegados invitaban al optimismo. Entonces se marcó (con notable ayuda del meta rival) y, abierta la lata, se desbordó la capacidad de cristalizar ocasiones. El 5-0 final disipaba dudas sobre la sequía goleadora, pero un postrero tanto de Suecia en el descuento, nos obliga a viajar a Copenhague, como segundos de grupo, y enfrentar a la subcampeona del mundo, Croacia.

Y, aquí, con las encuestas poniéndonos con las maletas en casa, el destino quiso que Unai —un cancerbero muy discutido por sus notorios fallos durante la temporada— no fuera capaz de controlar una cesión (mansa y desde 40 metros) de Pedri.

España había creado las mejores ocasiones, pero los balcánicos, sin disparar a puerta, se situaban en franquicia. Cuando todo barruntaba que un equipo joven y presionado por las críticas se derrumbaría, se recurrió a los orígenes y a la filosofía. Juego combinativo, toque y toque buscando la creación de espacios, llegada por bandas y Azpilicueta, Sarabia y Ferrán colocaron un 1-3, que, en el minuto 77, parecía billete y medio para cuartos. Pero, hete aquí, que la alegría dura poco… etcétera. Y, en lo que medió entre el 85 y el 92 de juego, Orsic y Pasalic equilibraron el duelo y mandaron el duelo a la prórroga. Allí, antes de la efusión, Unai sacó una mano salvadora y Morata, en el 100, y Oyarzábal, en el 103, certificaron un pase que sabía a gloria, enviando un mensaje de integridad, profesionalidad y adultez (competitiva).

En cuartos, esperaba una Suiza que había dado la gran sorpresa apeando a la todopoderosa Francia (Mbappé, Griezmann, Kanté, Benzema, Pogba…) en los lanzamientos desde los once metros. Los helvéticos acarreaban la baja de Xhaka y el afortunado gol de Jordi Alba en el minuto 8, tras desviar la trayectoria del balón Zakaria, aventuraba un dominio español que se cumplió en la primera mitad. Pero, de nuevo, el infortunio se cebó con los nuestros y un fallo de coordinación de los centrales permitió a Shaquiri empatar en el minuto 68. El combate se fue a la prórroga, donde los suizos lo fiaron todo a los penaltis, viendo su inferioridad numérica, desde el 77, por la expulsión de Freuler.

A pesar de la miríada de ocasiones, el cancerbero Sommer se erigía en un muro infranqueable, España no pudo marcar y, en los penaltis, el error de Busquets presagiaba lo peor. Sin embargo, Unai se reivindicó. Detuvo los lanzamientos de Schar y Vargas e hizo que Akanji disparara a las nubes, convirtiendo en intrascendente el fallo de Rodri. El lanzamiento definitivo fue obra de Oyarzabal, dejando una instantánea preciosa y llena de significado, cuando corrió a abrazarse al cancerbero nacional y héroe de la tarde.

Y acabó dejando una sensación parecida a 2006

6 de julio. El reloj roza en España la medianoche en una tarde algo más fresca de lo que debiera atendiendo el calendario. En Wembley, ese gran templo del fútbol, Jorginho se dispone a batir a Unai, convirtiendo el cuarto de los cinco penaltis lanzados por Italia, obteniendo el pase a la final de la Euro 20 para los transalpinos y eliminando a España.

Nosotros hemos dominado la práctica totalidad del partido, pero Italia, fiel a su historia y juego, agazapada, ha conseguido, con un tanto de Chiesa, ponerse por delante. Costó horrores empatar, gracias a un inspiradísimo Olmo que combinó con Morata, muy acertado en la definición (ambos marrarían, luego, sus respectivos penaltis).

Hay rabia, aroma de gran ocasión perdida, pero, en el fondo, y como ocurrió en Alemania 06 con la caída ante Francia, se percibe que el fútbol nos ha golpeado, pero que es conocedor de que nos debe una. Y nos la cobraremos.

Los que hoy se marchan cabizbajos, desfondados y contrariados son los que, posiblemente, en Catar o, en Alemania 24, puedan cosechar las mieles de estas dolorosas hieles. Bastará confiar en la filosofía, en el juego, en el plantel, en el técnico visionario… ¿Será demasiado para el españolito de a pie? Bastará creer, ¿están ustedes dispuestos? Estos futbolistas se merecen más de un aplauso por la Gran Vía.