A lo largo de la historia, no han sido pocas las veces en que se ha discutido acerca del papel que juega la moral en la Ley y su aplicación. No obstante, hoy ese debate se ve adulterado por quienes no buscan un balance entre los valores vigentes y la norma aplicable, sino que desean que la moral —su moral— sea la única Ley, una dictadura de las pasiones que, lejos de las virtudes cardinales griegas, confunde la ética con las apetencias. La justicia, prudencia, fortaleza y templanza no son ya la brújula del actuar, abriendo camino a la más pura y arriesgada subjetividad.

No sólo los tribunales han sido incapaces de escapar de esta tiranía de los sentimientos, sino que parecen haberse convertido en uno de sus objetivos predilectos. Jueces que han visto y ven cómo desde el propio Gobierno y la prensa se ha cuestionado un estudio profundo de una causa de meses cotejando apenas unas líneas que ocupa el fallo con la ideología o intereses del opinador de turno, comentaristas que reducen una sentencia y sus pruebas a añicos sin mayor preparación que la que les da la calle o, con suerte, la erudición propia de un simple lector.

Si bien es natural que la sociedad demande de los togados la excelencia propia de quien soporta una enorme responsabilidad como uno de los tres poderes del Estado, esta exigencia no puede recaer de manera exclusiva sobre la nuca de nuestros jueces, intérpretes de una Ley que les viene dada y a cuyo solo imperio quedan sometidos por la propia Constitución.

Ésta es precisamente una de las flaquezas con las que han de lidiar los magistrados a la hora de encarar las críticas. Mientras la calle y los platós dictan sus propias resoluciones a golpe de querer, la única presunción de la que se habla es de la de la ideología de su Señoría y que se muestra determinante a la hora de juzgar, siendo una decisión justa si la inclinación política de quien la formula coincide con quien la comenta. Nada se dice sobre los mecanismos que evitan que ésta contagie un pronunciamiento judicial. Ello requeriría un mayor esfuerzo que no se contempla, ya que es más cómodo vestirse de arrogancia y, sin conocimiento alguno, explicarle al cirujano cómo ha de operar. La inhibición, la recusación, la posibilidad de interponer recursos, o el simple hecho de que los órganos que emiten un veredicto sean colegiados, no son óbice para que el juzgado callejero o mediático sentencie incluso antes que el propio tribunal. Y es que en caso de que la voz del plató no coincida con lo que el juez decide, éste pasa a ocupar inmediatamente el lugar del culpable, siendo presa de la campaña más feroz que descubra su ideología para justificar así que la voz de la calle no haya sido escuchada. Porque da igual si un mismo órgano decide condenar a delincuentes de una ideología y la contraria. Es irrelevante si queda absuelto el inocente. Lo crucial es la verdad que las Moiras mediáticas han hilado y que es imposible destejer, llegando incluso a presumir que la sala entera prevarica manchando de ideología su propia resolución.

La ofensiva contra el poder judicial reviste especial gravedad cuando es perpetrada por otro de los poderes del Estado. Cuando alguno de los partidos que habitan la Moncloa apunta a los jueces en función de su ideología o de la conveniencia que para el Gobierno supone el sentido de la resolución dictada, no hace sino socavar la imagen de la judicatura. Curioso, cuanto menos, que un Ejecutivo por completo rendido al cuidado de la estética, no vacile a la hora de hacer quebrar la apariencia de imparcialidad de toda la magistratura. Como también resulta aberrante que los mismos componentes del Gobierno que no titubean a la hora de abalanzarse contra un juez por opiniones puramente personales vertidas fuera del juzgado, recurran a su condición de simple miembro de un partido o de ciudadano raso como salvoconducto de las incesantes acometidas que desde el Ejecutivo consuman contra la separación de poderes.

No cabe el reproche contra el togado que en libertad opina sobre un asunto en tanto su ideología no se plasme en el fruto de su trabajo. Y es que sería oportuno plantearse en qué lugar quedaría la justicia si ésta respondiera al parecer del momento en vez de al tenor de la norma promulgada. Siendo los jueces personas, ¿cuál sería el motivo de no hacer primar sus anhelos frente a los de cualquier periodista? ¿Qué seguridad jurídica existe cuando lo justo e injusto lo es por lo que clama la turba?

Ninguna sociedad democrática se puede permitir arrebatar la venda de los ojos a la dama de la Justicia para amordazarla con ella, ni convertir las puñetas de los jueces en grilletes para que sólo hablen cuando se les ordene.