1 de noviembre de 1567. “Por lo tanto, Nos, considerando que esos espectáculos en que se corren toros y fieras en el circo o en la plaza pública no tienen nada que ver con la piedad y caridad cristiana, y queriendo abolir tales espectáculos cruentos y vergonzosos, propios no de hombres sino del demonio, y proveer a la salvación de las almas, en la medida de nuestras posibilidades con la ayuda de Dios, prohibimos terminantemente por esta nuestra Constitución, que estará vigente perpetuamente, bajo pena de excomunión y de anatema en que se incurrirá por el hecho mismo (ipso facto), que todos y cada uno de los príncipes cristianos, cualquiera que sea la dignidad de que estén revestidos, sea eclesiástica o civil, incluso imperial o real o de cualquier otra clase, cualquiera que sea el nombre con el que se los designe o cualquiera que sea su comunidad o estado, permitan la celebración de esos espectáculos en que se corren toros y otras fieras es sus provincias, ciudades, territorios, plazas fuertes, y lugares donde se lleven a cabo. Prohibimos, asimismo, que los soldados y cualesquiera otras personas osen enfrentarse con toros u otras fieras en los citados espectáculos, sea a pie o a caballo”.
El anterior “Nos” es altamente revelador del emisor del documento (el Papa, hoy santo, Pío V). La mentada Constitución no es otra que la Bula “De Salutis Gregis Dominici”. Y ese plural de “príncipes cristianos” contaba, como principal (y único destinatario), la figura de Felipe II, quien, de aquéllas, llevaba ya más de una década siendo Rey de España, Sicilia y las Indias y que, apenas trece años más tarde, también extendería su corona sobre Portugal.
No era la primera ocasión en que la Iglesia, de la que “Su Católica Majestad” Felipe II era fiel exponente y seguidor –ese mismo año, el 1 de enero, se había publicado la Pragmática Sanción, que limitaba las libertades religiosas en España y que acabaría provocando la rebelión morisca de las Alpujarras, sofocada por Juan de Austria en 1571– exhibía una tal injerencia y oposición frontal al arte taurino. En concreto, los concilios de Burgos (1503), Sevilla (1512), Orense (1539), Oviedo (1553) o los de Toledo, Granada y Zaragoza (entre 1565 y 1566), recogían la prohibición, si bien limitada a los hombres ordenados, que se escenificaba en la grandilocuente instrucción: “ningún clérigo de orden sacro ande en el cosso ni salga dissimulado a toros ni a juego de cañas ni a otro juego público”.
Idéntica previsión, para los prelados, se hallaba ya en el Código de las Siete Partidas, de Alfonso X, que, en su Partida I, Título V, Ley 57, estipulaba: “Que los perlados non deven deyr a ver los juegos, ni jugar tablas nin dados, nin otros juegos, que los sacassen del sossegamiento… e porenden no deven yr a ver los juegos: assi como alançar, o bohordar, o lidiar los Toros, o otras bestias bravas, nin yr a ver los que lidian”. En ese mismo texto se sancionaba a los toreros de la época que lidiaban a cambio de dinero, siendo este ámbito crematístico el que repugnaba la honorabilidad de la conducta según el legislador.
Conviene no olvidar, para dar contexto a la Bula, que el arte y la fiesta taurómaca siempre había contado –y continúa haciéndolo– con una especial imbricación con el fenómeno religioso. No en vano, en el quinto apartado de la Bula, y conscientes tanto de la previa posición eclesial como de la cercanía del fenómeno taurómaco con el hecho y celebración religiosa, se puede leer: “Dejamos sin efecto y anulamos, y decretamos y declaramos que se consideren perpetuamente revocadas, nulas e írritas todas las obligaciones, juramentos y votos que hasta ahora se hayan hecho o vayan a hacerse en adelante, lo cual queda prohibido, por cualquier persona, colectividad o colegio, sobre tales corridas de toros, aunque sean, como ellos erróneamente piensan, en honor de los santos o de alguna solemnidad y festividad de la iglesia, que deben celebrarse y venerarse con alabanzas divinas, alegría espiritual y obras piadosas, y no con diversiones de esa clase”.
Felipe II no era aficionado
Felipe II no era aficionado a las corridas de toros. Existen pruebas de que asistía a ellos, más por cortesía que por otra razón, pero, como ejemplo preclaro de su indiferencia, prohibió el festejo programado con motivo de su cuarto enlace, en 1570, con Ana de Austria (el mismo Papa Pío V concedió la dispensa matrimonial a pesar de que los contrayentes eran tío y sobrina).
Con todo, no era la primera vez que se veía obligado a lidiar con los antis, pues el monarca ya había concedido, tras la labor de los jesuitas de la ciudad, una prohibición específica, vía Real Provisión, a la celebración de corridas de toros en la toledana ciudad de Ocaña, en 1561. Sin embargo, se había negado a extender tal interdicción a toda Castilla y León, en 1566, alegando para ello la inveterada costumbre: “Y que en quanto al correr de los dichos toros, esta es una antigua y general costumbre destos nuestros Reynos, y para la quitar será menester mirar más en ello, y ansí por agora no conviene se haga novedad”. Las palabras del rey, como puede verse, no reflejan una ardiente defensa taurina y caben ser leídas como un anticipo del laissez faire et laissez passer, al que aún le quedaban dos siglos para desembarcar en la Historia.
¿Cómo reaccionó el rey ante esta Bula que tanto comprometía el futuro de la identidad del toro en España? Es importante destacar que “De Salutis Gregis” impedía dar sepultura cristina a quienes murieran en el transcurso de los espectáculos taurinos, inapelable sanción que impactaba, obviamente, en las hondas y observadas creencias espirituales del pueblo español.
Pues bien, si hemos de hacer caso a los testimonios de la época, Felipe II optó por la indiferencia, siendo popular la anécdota de que preguntó a los nobles sobre el contenido de la Bula, y al ser informado de que prohibía que se corrieran toros, con cierta socarronería espetó: “Pues a fe que os podéis divertir sin contrariar la decisión de nuestro Santo Padre”. Tras el silencio expectante de los allí congregados, que escondía la obvia pregunta del ¿Cómo?, apuntaló: “Pues corriendo vacas”.
Más allá de la escena cortesana y palaciega, lo cierto es que, además de esa postura del rey, los taurinos hemos de agradecer su labor al Doctor Juan López de Velasco, uno de los consejeros monárquicos, que, estudiando la Bula, y recogiendo gran parte de las ideas y razonamientos de un Memorial que le había sido entregado previamente por varios defensores preclaros de la Fiesta (su contenido puede ser parcialmente consultado en el Archivo General de Simancas), concluía que la prohibición papal se debía “al desconocimiento que el Pontífice tenía de la costumbre y fundamento de la fiesta, sobre todo en Castilla” y que, por lo tanto, el rey debía de apoyar la continuidad del arte en su Reino.
Rectificación papal
La propia Iglesia modificaría su posición, unos años más tarde y a pedido de Felipe II (“por los provechos que había solido derivarse de esta clase de corridas para sus Reinos de las Españas”), circunscribiendo el mandato de apartamiento de los toros, única y exclusivamente, a sus clérigos. Gregorio XIII, sucesor en la silla de San Pedro de Pío V, así lo refería en la Bula “Exponis nobis”, fechada el 25 de agosto de 1575, apostillando que no se dieran corridas los festivos religiosos y que se evitara, en lo posible, cualquier muerte (de humanos… porque, en aquel momento, el debate se centraba en las existencias dotadas de razón).
Aún bajo el reinado de Felipe II, un nuevo Papa, Sixto V, afearía la actuación de determinados preceptores de la Universidad de Salamanca quienes enseñaban sobre la inexistencia de incumplimiento cuando los clérigos ordenados participaban del festejo taurino, recordándoles los mandatos antes referidos.
No fue sino hasta 1596, apenas dos años antes del fallecimiento del monarca, cuando Clemente VIII promulgó “Suscepti numeris” en la que, tras la petición real y la mediación de Antonio Fernández de Córdoba, el Duque de Sessa, se suprimió y derogó la pena de excomunión y anatema en los “Reinos de las Españas y exceptuando los monjes, hermanos mendicantes y a los demás regulares cualquier Orden e Instituto”, reiterando que las corridas no se celebran en festivos y con las precauciones oportunas para evitar la muerte “de alguna persona”.
La postura de Felipe II, como puede verse, no residió en la neutralidad, sino que, con su participación y actuación ante la Santa Sede, medró para conseguir que la Fiesta se mantuviera como ese reducto de idiosincrasia nacional y de irreductible valor consuetudinario y cultural que atesora y que se transmite e inocula de generación en generación. Pese a quien pese. Y por muchas prohibiciones, espirituales o comunes, a las que su grandeza e inmanencia se haya de enfrentar. En el pasado y en lo que quede por venir.