Confieso haber pronunciado alguna frase como ésta: aunque no te guste la temática, es un libro maravilloso. Vivimos en un campo de minas sobre el que debemos andar de puntillas. Cada frase, película o libro corre el riesgo de ofender a dos o tres miles de personas, y, recomendarlos, es un riesgo que precintamos con frases como la que encabeza este texto. Recomendamos a base de disclaimers, un descargo de responsabilidad que resulta tedioso, inútil e ineficaz.

En esta época de ofensa segura por exceso de dignidades, el alegato a favor de algunas lecturas resulta casi arriesgado. Tanto más importante es, pues, su defensa. Decididos a ello, la decisión de por dónde comenzar, no por esperada, es menos necesaria. Empecemos, pues, por Lolita. Por evidente.

Lolita, una obra escrita a principios de los cincuenta y para la que, en un principio, por consejo de un amigo, Vladimir Nabokov fue «lo bastante dócil para estipular que el libro apareciera de forma anónima. No creo que me arrepienta nunca de haberme decidido, poco después, cuando comprendí hasta qué punto los tapujos podían perjudicar a mi causa, a firmar Lolita».

Tras ello, cuatro editoriales fueron rechazando la publicación de la obra. Algunos sugirieron bruscos cambios de argumento y personajes, otros, buscaban alegorías que Nabokov no podía soportar. Hubo algunos que se aburrieron y nunca llegaron a terminar de leer el libro. Otro aseguró que, de publicarlo, sería encarcelado junto con Nabokov. Finalmente, Lolita fue publicada en 1955 por Olympia Press, una editorial de literatura erótica y, aunque podríamos decir vanguardista, utilizaremos el término italiano controcultura. No por un esnobismo innecesario, sino por lo adecuado del término. Qué es Lolita si no una contracultura.

Poco hay que decir de la historia de Lolita que no haya sido ya dicho. Hay interesantes artículos sobre la historia que pudo inspirarla. Otros muchos se han preguntado qué quería decir Nabokov con esta novela. El mismo Nabokov responde: «Ocurre que pertenezco a esa clase de autores que al empezar un libro no tienen otro propósito que librarse de él».

No entraremos aquí en el argumento de la archiconocida historia ni pretenderemos desvelar ningún misterio porque Lolita no lo necesita. Nos quedaremos entonces con su cadencia, su protagonista obsesivo hasta en el nombre: Humbert Humbert. La construcción de una personalidad enfermiza que nos posee a medida que avanzamos en su lectura, dejándonos la mandíbula tensa y los ojos secos. Por un momento, nos invade la sensación de habernos hecho obsesivos nosotros. Podríamos serlo porque, leyendo Lolita, lo hemos sentido. ¿Es ahí donde la novela se convierte en obra maestra?

Hoy Lolita es un encumbrado clásico de la literatura universal, pero me da por preguntarme cómo sería recibida hoy por el público. Dejo al lector la tarea de imaginarlo, pues describirlo sería un tedioso ejercicio: sería como poner el telediario.

Dejemos que hable su autor que, hace sesenta y seis años, en el epílogo de su propia obra, afirmaba: «En un país libre no debe esperarse que ningún escritor se inquiete por el límite exacto entre lo sensual y lo voluptuoso. Eso es ridículo».