El domingo once de julio hubo un evento que, para mí, fue igual de importante que la final de la Eurocopa. Al tiempo que la civilización ganaba por penaltis a la barbarie, debutaba en Madrid, en el céntrico teatro Fígaro, Conociendo Rusia.

En torno a las nueve y media se abrió el telón y apareció Mateo. Estaba solo. Traía una guitarra, un piano y un traje rojo y blanco más propio de un Mick Jagger ya experimentado que de un chaval argentino que no ha cumplido los treinta. Era toda una declaración de intenciones: el ruso —así lo llaman— vino a Madrid con el firme propósito de salir por la puerta grande, como esos toreros que visitan Las Ventas después de triunfar en La Maestranza o La Monumental. Lo consiguió.

Mateo tardó poco en llevarnos a su terreno: en dos minutos habíamos olvidado que era domingo, que no podíamos quitarnos la mascarilla y que se estaba jugando la final de la Eurocopa. ¡Yo, que soy un fumador impenitente, me olvidé incluso de que no podía fumar! Y todo gracias a Luces de neón, la canción por la que lo descubrí y con la que inauguró el concierto. La cantó con arrojo, exagerando las florituras de la voz y añadiendo falsetes y vibratos como si estuviese en el salón de su casa, y no dejó de hacerlo durante el resto del show. Aun así, no falló una sola nota.

Después de Luces de neón tocó algunas de las que llevan casi dos años sonando en mis altavoces, como Puede ser y Quiero que me llames. Todas sus interpretaciones fueron magníficas y muchas mejoraron la versión de estudio. Entre ellas la de Cabildo y Juramento, que cantó sentado al piano, y La mexicana, una ranchera que escribió, según dijo, «con el corazón roto». «No roto del todo, pero un poquito roto», apostilló inmediatamente después. Confieso que se me puso la piel de gallina, y creo que a mi amigo Gonzalo también, pues de todas las que ha compuesto es nuestra canción favorita.

Además de su voz y de la destreza que mostró con el piano y la guitarra, llamó poderosamente mi atención su presencia en el escenario. Estaba sólo, sí, pero lo abarcaba todo, como Kanté en el centro del campo. Me recordó a Dylan en el Newport Folk Festival del 64: nadie echó de menos a la banda.

En definitiva, el ruso triunfó. Y eso que triunfar en Madrid no es una empresa fácil. El público madrileño —excepto cuando se trata de uno de sus enchufados, como Urdiales o Isco, a los que aplaude cualquier chapuza— es exigente, a veces hasta odioso, pero es también entregado y agradecido cuando uno cumple sus requisitos. Eso explica, creo, la sonora ovación a Mateo cuando, con los últimos acordes de Loco en el desierto, se despidió de un auditorio que seguía embelesado. Todos lo jaleamos. Sobre todo mi amigo Íñigo, que estaba a mi lado en primera fila y le gritaba como si fuese su colega de toda la vida («¡grande, Mateo!»). El júbilo era general, y el ruso se mostró agradecido. Tanto que, aunque dudó —dicen los políticos que seguimos en pandemia—, terminó cogiendo la mano de una chica que se la tendía desde el público. Una mano que parecía expresar lo que todos queríamos decirle: ojalá vuelvas pronto, Mateo.