Que España atraviesa una de las épocas más convulsas de su etapa democrática es algo incuestionable. De manera recurrente, algunos atribuyen esta agitación al mal perder en las urnas de la derecha, hecho que cobraría sentido de ser esta la primera vez que la izquierda se hace con el poder y no habiendo sido el socialismo la ideología que con mayor frecuencia ha habitado la Moncloa.

Lo ocurrido ayer en el Congreso de los Diputados, pese a pasar a engrosar con absoluta normalidad la lista de cacicadas y tropelías perpetradas por el actual Ejecutivo, es sin ninguna duda uno de los hechos más graves de nuestra historia parlamentaria. La mordaza impuesta por la Presidencia de la Cámara a la soberanía nacional es ya el tercer ataque a la voz de la ciudadanía consumado por la que hoy precisamente es tercera autoridad del Estado, quien no dudó en mutilar el diario de sesiones del Congreso por no resultarle agradables las expresiones manifestadas por diputados no afines y quien continúa en su cargo pese a haber violado los derechos de los diputados —y por extensión, los de todos los españoles— en contra de la Constitución echando el cerrojo a la sede de la soberanía popular durante un mes en plena pandemia, precisamente cuando mayor control debería haberse ejercido sobre el Gobierno. Si bien de un tiempo a esta parte viene siendo habitual que los gobernantes aprovechen la farragosidad del ordenamiento jurídico como alfombra con la que cubrir sus desafueros, el atropello en la votación de la reforma laboral se muestra cristalino.

Según reza el artículo 81 del Reglamento del Congreso, «el voto emitido por este procedimiento (telemático) deberá ser verificado personalmente mediante el sistema que, a tal efecto, establezca la Mesa (…)». Ante la insuficiencia de este precepto, es necesario acudir a las resoluciones de la propia Mesa de los Diputados para analizar el procedimiento a seguir en lo referente a la emisión de ese voto telemático, la existencia de un error humano, la petición de subsanación posterior, y cualquier otra eventualidad que pudiera acontecer.

Es en este punto donde cobra especial relevancia la Resolución de la Mesa del Congreso de los Diputados de 21 de mayo de 2012, para el desarrollo del procedimiento de votación telemática, que en su punto cuarto determina que «tras ejercer el voto mediante el procedimiento telemático, la Presidencia u órgano en quien delegue, comprobará telefónicamente con el diputado autorizado, antes del inicio de la votación presencial en el Pleno, la emisión efectiva del voto y el sentido de éste».

Tal y como se desprende de la citada resolución, sería obligación de la propia Presidencia verificar si el voto expresa la verdadera intención del diputado en cuestión, cuyo voto sería válido «una vez verificados dichos extremos».

También es claro el texto al contemplar en su apartado sexto la posibilidad de que aquel diputado que hubiera emitido su voto telemático pueda emitir el mismo de manera presencial con autorización expresa de la Mesa de la Cámara, que declarará nulo el voto emitido a distancia.

Si la letra de la norma resultara insuficiente, el propio Tribunal Constitucional ya cuenta con un pronunciamiento similar en su sentencia 361/2006, de 18 de diciembre, donde el tribunal determina que «(…) lo que puede, y debe, exigírsele a los órganos de la Cámara, y en concreto a su Presidente, es que velen por el adecuado funcionamiento del sistema de votación al que en cada caso se recurra, no por la diligencia o negligencia de los diputados al efectuar la votación.». Al igual que impone «una interpretación restrictiva de todas aquellas normas que puedan suponer una limitación al ejercicio de aquellos derechos o atribuciones que integran el estatus constitucionalmente relevante del representante público y el deber de motivar las razones de su aplicación». Y es que resulta absurdo que el tenor literal de una norma se utilice como adarga con la que cubrirse del verdadero resultado de una votación.

Más allá del ámbito parlamentario, no son pocas las figuras jurídicas que refuerzan la primacía de la voluntad real sobre la expresada. El llamado error obstativo o impropio, es decir, la falta de concordancia entre el deseo interno y la declaración de voluntad declarada ha sido considerado por el Tribunal Supremo como causa de nulidad absoluta del negocio jurídico en cuestión por falta de consentimiento. Porque parece razonable que un lapsus pueda ser subsanado, hecho que cobra una mayor relevancia cuando sus consecuencias no atañen a un individuo en concreto sino al devenir de toda una nación en lo que respecta a la materia laboral. Lo que ayer se vivió en el Congreso rompe con uno de los principios fundamentales que rigen a la hora de interpretar el Derecho, que no es otro que el de respetar el espíritu de la Ley, de manera que la estricta dicción de la norma no haga quebrar el sentido y la voluntad con que se ideó. Son las leyes las que sirven a los ciudadanos y no a la inversa.

La Cámara Baja fue ayer la escena del esperpento, un plató en el que los partidos que apoyaron el decreto sepultaron por completo su deber como representantes públicos, no sólo de sus partidos, sino de todos los españoles, formaciones políticas por entero entregadas a que su proyecto político quede aprobado y no a asegurarse de que el resultado de la votación refleje la voluntad real de los ciudadanos allí representados. ¿Con qué legitimidad nace una reforma laboral aprobada de este modo? ¿Cuál es ese «gran éxito» al que ayer se referían tanto Yolanda Díaz como Pedro Sánchez a la salida del Congreso?

El decreto ayer votado nace ya viciado en un parlamento en el que el espíritu de la democracia y la soberanía popular parecen haberse convertido en fantasmas que atormentan al Gobierno con la pesadilla de que el Congreso refleje lo que España quiere.