«Quizás este sea el lugar perfecto para dejar de beber,
aquí, a la cabeza del avance de los Aliados».
Consideraba el Capitán Lewis Nixon mientras recargaba su petaca.
«¡Salud!» Concluía segundos después, alzándola y echando un trago largo.
Me he vuelto a ver Hermanos de Sangre y sí, me sobrecoge como la primera vez que la vi. Lloro y me emociono con cada capitulo, con cada escena, con cada fotograma. Y sé que lo volveré a hacer. Es por eso por lo que hoy quiero recordarles, amigos míos, dos cosas. En primer lugar, que la serie de la HBO es de lo mejor que se ha grabado en la historia de la pequeña pantalla. Eso es sencillo, hay que verla y ya está. En segundo lugar, quería recordar un puñado de líneas que, cuando vi la serie por primera vez, publiqué en una pequeña gaceta hoy inexistente.
En aquella extinta publicación reflexionaba sobre cómo cada 11 de noviembre, en las naciones de la Commonwealth se celebra el Remembrance Day, el Día del Recuerdo. Sobre cómo durante una semana, los británicos llevan en las solapas de sus chaquetas de tweed una Poppy, esa amapola de papel que distribuye la Royal British Legion para recordar a los caídos en las contiendas posteriores a la Gran Guerra. Sobre cómo mi anglofilia o un sentimentalismo nostálgico me hace envidiar esa unión en torno a tan estimado y bonito símbolo.
Y en aquel viejo artículo de aquella revista cadáver escribía sobre cómo alguna vez escuché que los escritores suelen beber más de la cuenta porque intentan acallar algo que les tortura en el interior y sobre cómo en el caso de los soldados lo que les atormentaba estaba en el exterior. Sobre cómo yo, personalmente, encuentro demasiados motivos para darme a la bebida en el campo de batalla, bien sea tirado en una zanja en los húmedos campos de la Europa francófona, Holanda o incluso en Alemania, bien sea ahora en los arrasados capos de trigo de Ucrania. Sobre lo difícil que tiene que ser aguardar el choque, los disparos, en el cuartel del batallón o en el punto de mira de un Scharfschütze, un francotirador boche, sin agua en la cantimplora, pero con la petaca mediada. También escribía un breve inciso, a propósito de esa regla para la ceremonia etílica que es tener una copa en condiciones, el vaso perfecto, pero que el conflicto no permitía lujos, y sigue sin permitirlos. En la guerra no hay vasos Collins, ni Old Fashioned, ni siquiera un breve shot. En la guerra, uno tenía que darse con un canto en los dientes si se había asegurado una pequeña garrafa metálica sin fugas. Malos tiempos para los de buen paladar, digo yo.
Y ahora pienso que tan necesario sería mantener la garganta mojada como los pies secos, ojo a los llamados «pies de trinchera». Y es que, desde siempre, el hombre ha tratado de encontrar métodos para incrementar su coraje, bien fuese para acercarse a la chica que está enfrente, acodada en la barra, o para coger el fusil y apretar un gatillo. Y ese valor, como dice Dutton Peabody en El hombre que mató a Liberty Valance, «puede adquirirse en la taberna de enfrente». En el caso de los británicos la valentía se buscó en el ron; los escoceses e irlandeses la obtuvieron dando unos sorbos de whisky o whiskey, respectivamente, para los franceses el remedio fue el coñac, los soviéticos utilizaron el vodka. Siempre recuerdo cómo la anécdota que leí una vez, no sé dónde, y que recitaba que, durante la Segunda Guerra Mundial, tras la prohibición del alcohol durante la Primera, a los militares del ejército rojo se les asignaban unos 100 gramos del preciado líquido en su racionamiento diario, evitando de esta forma el anticongelante de las ametralladoras que los siberianos se tomaban como sustituto embriagante.
Estar en el campo de batalla dificulta el suministro, y así lo ilustró el Capitán Lewis Nixon, vuelvo a donde lo había dejado. Oficial de inteligencia, miembro de la 101ª División Aerotransportada, Compañía Easy y uno de los hombres de Toccoa. Nix fue además un hombre de excesos que se enteró de la guerra cuando ya estaba en Europa saltando sobre Normandía, fiel al VAT 69, pues «el hijo de su madre sólo bebía lo mejor de lo mejor», y el primero en elegir brebaje en la bodega personal del Reichsmarschall Hermann Goering de su casa en Berchtesgaden —como diestro beodo les aseguro que la decisión no debió resultarle sencilla. Las guerras son tiempos de escasez, y esa circunstancia se hacía notar en las cosechas de grano. Había que elegir entre pan o destilados; alcohol para los obuses o para la ginebra. En definitiva, garantizarles el armamento o el valor.
La respuesta no es sencilla, pero muy cerca de ella estuvo el coronel J.S.Y Rogers del 4th Black Watch, que combatió en Francia, cuando afirmó que «sin una ración de ron y otra de café antes de acometer la trinchera enemiga no se habría ganado la Gran Guerra». A pesar de estas dificultades, el capitán Nixon se aseguró el avituallamiento de su preciado oro en la Segunda a través de su amigo el mayor Winters, haciendo el enfrentamiento más llevadero. Quizás esta fuese también la llave de la victoria aliada, haber estado bebidos, aunque sólo fuese un poco. Pues un trago antes de la carga gana las batallas, pero una mayor tajada hace caer bastiones, recuérdese sino el guateque que tenían montado los troyanos mientras los griegos tomaban su ciudad. Y con el permiso de la compañía, ¡Currahee!