El Atlético de Madrid afrontaba contra el Villarreal su primer gran compromiso de la temporada, y Simeone optó por una alineación reconocible, por una que cualquier hincha podría canturrear ya de memoria, por ésa de los grandes partidos de la temporada pasada: los tres centrales de siempre (Hermoso, Giménez, Savic); Trippier y Carrasco operando como carrileros; Llorente, Koke y Lemar en la sala de máquinas; y Correa y Luis Suárez en el centro del ataque.

En la primera parte, el Atlético de Madrid depuró su imagen, malograda tras el anodino enfrentamiento contra el Elche. Con una presión casi abusiva y una extenuante movilidad en ataque, recordó, de hecho, al Atlético de los grandes partidos de la pasada liga. Agobiaba ver al Villarreal afanándose en tareas de creación de juego. Sus intentos más fructíferos culminaban en una inocua sucesión de pases en campo propio y los menos, en un robo local. Precisamente de uno de estos hurtos surgió la ocasión más clara de los colchoneros: Correa se topó con un balón en el área rival, sorteó a Rulli y, ay, por no rematar con la zurda, le cedió el testigo a Carrasco, que disparó cuando la portería del Villarreal ya estaba infestada de defensores.

Antes, Lemar, quizá el mejor colchonero de la primera mitad, protagonista de algunas jugadas deliciosamente inverosímiles, había estrellado el balón contra la madera, y Llorente y Trippier, que se reencontraban tras una prolija separación, habían creado peligro por su banda.

Los atléticos debieron de recibir el descanso con una sensación ambivalente, contradictoria. Por un lado, su equipo había disputado los mejores cuarenta y cinco minutos de la temporada; pero, por otro, no había aprovechado el torrente de ocasiones que se le habían presentado. Sea como fuere, gravitaba en el ambiente la justificada esperanza de que los de Simeone abrirían el marcador pronto, de que la más fría justicia terminaría decantando el partido a su favor.

Tras el descanso, otro partido

De todos modos, la segunda parte no cumplió las expectativas. Salió dominador el Atlético, pero pronto, muy pronto, Manu Trigueros adelantó al conjunto visitante con un buen disparo. Recibió el balón de Yéremi Pino, que antes había sorteado con un solo toque a Koke, incapacitado por su lentitud estructural para defender ese tipo de jugadas, y a Mario Hermoso, cuyo ímpetu es a veces una bendición y otras tantas una condena.

No obstante, el Atlético igualó el marcador a los pocos minutos, mucho antes de que el Villarreal pudiera paladear las mieles de su gol. Llorente robó el balón tras un errático saque de banda visitante, se lo cedió a Correa y éste asistió a Suárez, que, pese a su aparente rigidez corporal, se giró briosamente y definió con el sosiego que cabe exigirles a los grandes delanteros.

Con el justo orden de las cosas restaurado, la pregunta que se formulaban las 26.000 personas congregadas en el Metropolitano era cuándo llegaría ―¡si llegaba!― el gol de la victoria. Sin embargo, el partido volvió a sorprenderlas. Lo que debería haber sido el inicio de una plácida posesión atlética transmutó, por un dantesco error del que Savic y Giménez son igualmente responsables, en el segundo tanto de los castellonenses. Tras el desbarajuste local, Yéremi condujo el balón como quiso en las inmediaciones del área, levantó la cabeza y asistió a un liberado Danjuma.

Simeone introdujo algunos cambios y el Atlético buscó el empate con más ahínco que precisión: algún tiro desviado, muchos pases frustrados y la perturbadora impresión de que se le escapaba, como el humo que uno trata de asir con sus manos, un partido que debería haber ganado por goleada.

Sin embargo, el partido nos reservaba un último ―y esperpéntico― giro de guion. En el minuto noventa y cuatro y medio, cuando la suerte ya parecía echada y la injusticia consumada, un balón largo que debería haberse posado mansamente en las manos del portero, uno que ni siquiera las mentes más imaginativas podrían haber estimado peligroso, terminó convirtiéndose —gracias a un defensa visitante cuyo nombre obviaremos por miedo a que Luis Enrique, indiferente a su nacionalidad, a la del jugador, decimos, decida convocarlo de urgencia para las próximas pachangas internacionales— en el gol del empate.

No se dejen engañar por el resultado: si el Atlético consigue mantener este nivel de juego, la liga será suya y sólo suya.