Resulta que ahora en los colegios calzan las patas de las mesas y las sillas con pelotas de tenis. Cuando lo vi me costó entenderlo, todavía no sé si es una medida de silencio o de seguridad. Me pregunto cómo se va a componer ahora a tiempo el niño que no está haciendo lo que debe si no escucha el ruido de las sillas de sus compañeros arañando el suelo cuando se acerca el profesor por el pasillo. ¿O es que eso ya no sucede?
Mirando este acolchado mobiliario, da vértigo pensar en ese salto que les queda: la educación secundaria, el instituto, los exámenes globales. Un salto en el que no solo las sillas se afilan.
¿Qué hay de sus lecturas? Qué leen ahora y que leerán el año que viene.
Con suerte, están leyendo Finis Mundi y eso si van adelantados porque Finis Mundi, que es un libro maravilloso, está recomendado a partir de doce años. Es decir, a partir de primero de la ESO. Y todo esto si hablamos de un niño lector, que leerá este verano, por ejemplo, Harry Potter y el Cáliz de Fuego, que es gordísimo.
Llega primero de la ESO, 15 de septiembre y, sobre la mesa, El árbol de la ciencia. Nuestro niño lector, que acaba de superar con éxito su primera lectura voluminosa, abre confiado un librito de apenas 300 páginas. A los cinco minutos la cara es un espanto, la contrae un rictus de terror: esto no es Harry Potter. No ha entendido nada, y lo peor es que no volverá atrás, sino que seguirá hasta el final, en el mejor de los casos, juntando letras sin entender una sola palabra. Y después vendrá El sí de las niñas, La busca, La casa de Bernarda Alba. Con un poco de suerte, volverá a disfrutar con Historia de una escalera, pero se enfrentará después a La Regenta, y eso sí que es un libro gordísimo.
¿Se es demasiado joven con doce, trece o catorce años para leer estos libros? Rotundamente no. Lo que pasa es que no se está preparado. Y para no hablar por hablar, observemos este fragmento de un ejercicio de comprensión lectora de sexto de primaria: «En el planeta Bort vivían muchos fantasmas. ¿Vivían? Digamos que iban tirando, que salían adelante. Habitaban, como hacen los fantasmas en todas partes, en algunas grutas, en ciertos castillos en ruinas, en una torre abandonada, en una buhardilla».
Cuatro meses después de hacer ese ejercicio, el niño se encuentra con Baroja.
Los clásicos nos llegan demasiado pronto, no en edad, sino en madurez. Hace un año utilizaban sillas calzadas porque «no vaya a ser» y hoy leen sobre la vida universitaria del Madrid de finales del XIX.
Claro que hay que leer a Baroja en el colegio, porque, como me hizo ver Ana Iris Simón en una conversación con ella de hace unos meses, para muchos, leer a Baroja en el colegio será su única oportunidad de saber que existe siquiera.
Pero antes de eso, quizá haya que pasar por un punto intermedio, recorrer un camino. Para llegar a Clarín o a Cervantes, han tenido que vivir Stevenson o Defoe, han tenido que ser mosqueteros, o haber metido un Tintín bajo las sábanas, tapándose la boca para que no se oigan las carcajadas cada vez que el capitán Haddock entra por la puerta.
Daniel Pennac, al que vuelvo, ya habló de todo esto en Como una novela, fruto de su etapa como profesor de literatura de secundaria. Y dijo dos cosas que vienen especialmente al caso. La primera, que un buen lector lo seguirá siendo siempre que los adultos que lo rodean alimenten su entusiasmo en lugar de poner a prueba su competencia.
Y la segunda es esta: «Y después, cierto día, vence Pasternak. Sin darnos cuenta, nuestros deseos nos llevan a la frecuentación de los “buenos”. Buscamos escritores, buscamos escrituras; se acabaron los compañeros de juego, reclamamos camaradas del alma».
Quien dice Pasternak, dice Baroja.