Hace unos días compartía trayecto en un Golf gris del cual se ha hablado en algún artículo. Su conductor, Julio Llorente, además de escribir con gracia y agudeza sabe dirigir buenas conversaciones y de ellas extraer reflexiones. De aquel diálogo al ritmo de Sabina, Leiva y Sidecars salió el reto implícito de acotar las ideologías dentro de unos marcos definidores que son comunes a todas. Si bien podríamos empezar por hablar sobre la perversión de lo cotidiano y la pérdida de la razón —la ideología empieza en aquellos campos en los que el hombre no quiere pensar—, el rasgo común de todas ellas es el mismo: interpretar la realidad bajo la clave ideológica elegida (o la que nos haya atrapado). De tal manera, el marxismo solo entiende el mundo en clave marxista. Lo mismo pasa con el liberalismo, el fascismo, el climatismo o el feminismo. Y en este último, por escabrosa que pueda ser la aventura, quiero detenerme.
Pretendo hacer en este dogmatismo la pausa porque no termino de atisbar cómo un supuesto espíritu revolucionario acompaña cada 8 de marzo para hacer creer a sus acólitos que están llevando a término la sedición contra el orden establecido. Precisamente el cariz revolucionario es tan poco incómodo que el sistema en el que los sublevados pretenden medrar pone todos los medios habidos y por haber para bloquear cualquier atisbo de cambio. ¿Qué revolución es instigada por los propios estados «opresores» y las multinacionales sino para mantener sus prerrogativas? De ahí que me sorprenda la fe ciega no por el cambio, sino por la creencia de estar jugando un papel trascendental en manifestaciones que no dejan de ser un ejercicio plañidero mediante el que descargar frustraciones o con el que satisfacer a unos pocos estómagos agradecidos, adictos a la subvención. Al final, asistimos a un ejercicio en el cual se denuncian diferencias cuando no irreales, meramente biológicas o simplemente lógicas (no tendría sentido poner cuotas igualitarias en actividades como la agricultura o la seguridad).
Rescatando aquella conversación de automóvil, quisiera volver sobre el fenómeno de la ideología en sí. Éste reduce los caminos de la razón a unos pocos parámetros definidos otrora por pensadores pretéritos, quienes de filósofos o políticos pasan a ser profetas de los credos posmodernos. Cuando estos iluminados gestan una ideología lo hacen a partir de un mecanismo que es común a todas: observan un mal humano y buscan la vía para solventarlo. Sus elucubraciones los llevan a un sistema de pensamiento que, lejos de ser palpable, en el mundo de las ideas suponen el fin de ese mal primigenio y consiguen un bien superior para el hombre, ya sea la igualdad, ya sea la libertad. Sin embargo, el mundo es práctico y no teórico, de ahí que las ideologías estén abocadas a fracasar. El feminismo también.
Si lo que se quiere es terminar con una lacra que dañe al ser humano, primero debemos recordar que todo mal material es consecuencia de un mal espiritual, su causa pretérita. Por ello, para enfrentarnos a los daños procedentes de las exteriorizaciones de este mal espiritual debemos hacernos fuertes en los bienes espirituales que le son antagónicos. La única forma de hacer que éstos se traduzcan en nuestras vidas es a través de las virtudes, que se expresan a través de los principios. Por ello mismo, ante la corrupción que estamos destinados a sufrir (por la mera concupiscencia original) debemos esgrimir y hacer valer principios en lugar de ideologías. De hecho, éstas son el ejercicio máximo de la soberbia al pretender hacer que la realidad palpable se transforme conforme a los parámetros ideados o adoptados por el individuo ideologizado. Consecuentemente, ofrecerlas como soluciones sólo se traducirá en combatir un mal con otro mal. De ahí que urja abandonarlas y atisbar en los principios la válvula de escape que tanto reclama nuestra sociedad posmoderna, cada vez más demente.
Por ello, cuando sale el feminismo a intentar paliar los males que denuncian no puedo cuestionarme si acaso aquello que exponen como mal es veraz. Es decir, gran parte de la denuncia que hace el movimiento es a raíz de las diferencias laborales. Si las hay y no media causa o justificación, bien se hace en denunciarlas en defensa de un principio de justicia y ejercitando esta misma virtud. Pero, dejando esto de lado, el hecho de que éstas sean una de las principales consignas sólo evidencia que ha habido un cambio en las preferencias de la sociedad. Si antes el éxito orbitaba entorno el servicio —femenino y masculino— a la familia, a la patria o a Dios; ahora vemos cómo el fin último y paradigma de la felicidad es la realización personal, volviendo a la dictadura del yo, ese fenómeno ególatra que nos atrapa con apegos y deseos mundanos. ¿Qué ganamos con la autosatisfacción?
Si bien es verdad que estas aspiraciones pueden ser legítimas, en el momento que tanto mujer como varón definen el éxito existencial en términos salariales o laborales (capitalistas, en definitiva) se produce una disociación que le hace creer que el objetivo no es otro que subir más y más en la escalera social, observando a cuantos más pueda por debajo suya. Por esta razón, se entiende hoy la familia como algo cercano a la esclavitud mientras que echar doce horas diarias o más en las oficinas de la empresa consultora o auditora de turno se ofrece como parangón del triunfo en la vida. Y yo me pregunto, ¿acaso es así?
Por este motivo los problemas sociales van a perdurar y la sociedad se va a atomizar cada vez más mientras queramos seguir creyendo que somos seres que tendemos a la competencia perfecta, como argumentaba Adam Smith y toda la escuela que de él nace. La insalubridad espiritual del paradigma capitalista que vivimos sólo nos empuja a lamentarnos por ver a quienes nos superan ya sea por capacidades, ya sea por contactos, ya sea por suerte. Al final, el engaño liberal de pensar que el bien común es la suma aritmética de todos los bienes individuales nos hace entrar en permanente conflicto y levanta recelos al anidar en nuestro interior deseos de poder, dinero, fama o placer. Es más, pretender alcanzar esa sociedad ideal capitalista en la que cada individuo maximiza su bien personal solo nos aboca a una ecuación matemática en la que la incógnita que se esconde es el egoísmo y el resultado final es el caos, la disolución de la propia ciudadanía. Esto son las sociedades líquidas, sin identidad al renunciar a los bienes comunes que aúnan a las comunidades tradicionales.
Como respuesta a este fenómeno surgen las ideologías posmodernas que pretenderán velar por los bienes de una parte de la sociedad señalando a otra, generando una espiral de victimización resultado de ver esas aspiraciones frustradas. A la par, la soberbia señala al prójimo culpabilizándolo y el egoísmo se retuerce en nuestro estómago para empujarnos a la tristeza o a la melancolía creyéndonos fracasados. Tal vez sea ver en el cercano un rival el motivo por el que nacen estas inquietudes íntimas que eliminan la paz y la mansedumbre en el corazón del hombre. Como bien nos enseña la tradición católica, donde no hay paz no puede haber libertad. Donde hay mal no puede haber paz, y la ausencia de bien nos empuja a la esclavitud de nuestros apegos. Somos las primeras víctimas de la dictadura del yo.
Como resultado, por mucho que la ministra de Igualdad invierta 20.000 millones de euros en bajar al mundo real las ideas de unos pocos pensadores, la causa del feminismo se verá completa. Si lo que se quiere es acabar con las situaciones de injustica no se puede ofrecer medidas que causarán más injusticias por no plegarse a la verdad, y ésta es que hombres y mujeres somos irremediablemente diferentes. Y esto, lejos de ser malo, es una fuente de bienes que se materializan en aquello que desde el mayo del 68 las ideologías quieren destruir: la familia.
Si el lector ha echado en falta que haga referencia a la manida violencia de género o machista, sepa que no soy partidario de juzgar un todo por lo que haga una minoría ínfima, al igual que no juzgo a todas las mujeres por lo que unas pocas feministas hagan o digan.