Otro 14 de abril la izquierda española celebra con regocijo y orgullo el aniversario de la proclamación de la Segunda República. Dicho periodo histórico se ha mitificado en las últimas décadas hasta límites insospechados, arraigando con fuerza la idea de que aquel fue un paraíso de libertades y un oasis de prosperidad en nuestra agitada historia reciente.

Pese a lo que se ha repetido, la llegada del nuevo régimen no fue una llama democrática que surgió entre los rescoldos de un régimen viejo y caduco. El desenlace de aquella jornada fue puramente fortuito. Un accidente histórico que tendría enormes y nefastas consecuencias. Muchas veces habrán escuchado los lectores aquello de que el sistema republicano era el régimen legítimo elegido democráticamente por el pueblo español, frente al que se sublevaron un puñado de militares fascistas. Nada más lejos de la realidad.

El 12 de abril de 1931 se celebraron en España elecciones municipales, no un plebiscito para elegir el modelo de Estado. El resultado de aquellos comicios fue claramente favorable a las candidaturas monárquicas, que aventajaron sin dificultad a las republicanas en número de concejales. Lo único reseñable de aquellas elecciones, que efectivamente marcaría el devenir de los acontecimientos, fue que los republicanos ganaron en la mayoría de las capitales de provincia. Esto es, en las zonas más pobladas e industrializadas. Esto provocó una explosión de júbilo en la mayoría de las ciudades españoles, lo que sería la puntilla para un régimen que llevaba varios años agonizando.

En estas circunstancias, y tras comprobar la falta de apoyo de buena parte de sectores políticos y militares, el Rey Alfonso XIII partió hacia Cartagena la noche del 14 de abril para abandonar España. Es decir, el cambio de régimen no fue una decisión democrática del pueblo soberano. «Nos regalaron el poder», llegó a decir Miguel Maura años después.

El relato impuesto en las últimas décadas por el establishment sobre la Segunda República es una mentira de principio a fin. Literalmente, además. Como se puede comprobar, el régimen republicano no fue elegido a través de métodos democráticos. Y si una mentira es el principio del relato, no menos trufada de falsedades se encuentra el resto del relato acerca del periodo republicano. Asesinatos, caos, desorden, censura, represión, golpes de estado, 21 estados de excepción, 23 estados de alarma y 18 estados de guerra podrían ser un buen resumen de la experiencia republicana.

Habían pasado varios escasos meses cuando el nuevo régimen empezaba a dar señas de su escaso talante democrático. Buena muestra de ello es la Ley de Defensa de la República, aprobada el 21 de octubre de 1931, que recogía en el apartado sexto de su primer artículo lo que se consideraban actos de agresión: «La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación, y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras». Evidentemente esto significó en la práctica una dura censura sobre aquel que osara a cuestionar al nuevo régimen recién nacido.

El periódico conservador ABC fue víctima en numerosas ocasiones de la arbitrariedad consagrada en la mencionada ley. La primera vez que el mencionado diario fue víctima de la censura republicana, ocurrió el 10 de mayo de 1931, apenas un mes después de la proclamación del nuevo régimen. La asistencia del director del periódico, Juan Ignacio Luca de Tena, a una reunión en Círculo Monárquico Independiente, fue motivo más que suficiente para suspender durante más de veinte días la actividad del periódico monárquico. No sería la única vez que sufriría los torpedos gubernamentales, pues tras la Sanjurjada el diario fundado por Luca de Tena vio suspendida su actividad tres meses y medio. No hace falta ser un monárquico de pura cepa para saber que estas prácticas son impropias de un régimen constitucional y por supuesto desmontan por completo la idea de la Segunda República como supuesto paraíso de libertades.

Tampoco había pasado demasiado tiempo desde el 14 de abril cuando comenzó en algunas zonas de España la quema a mansalva de convento e iglesias. Desde un primer momento, los dirigentes de la izquierda republicana alimentaron entre sus masas un odio africano hacia cualquier elemento relacionado con el catolicismo.

Sin duda, uno de los mayores elementos que ayudaría a fermentar la Guerra Civil española fue la Constitución de 1931. Aquella norma, de clara inclinación izquierdista, evidenciaría la falta de cultura de pacto que caracterizaría la nueva etapa, y muy especialmente pondría de manifiesto el autoritarismo que impregnaba la izquierda de la época, pues estuvo construida bajo la poco democrática premisa de que los republicanos de izquierda siempre controlarían el poder. Aquel texto legal se aprobó sin ningún tipo de acuerdo con los sectores conservadores y de derechas de la época, abriendo la puerta a una intervención feroz en la economía y sin tener en cuenta el arraigo de la Iglesia Católica en la historia de España.

Cualquier constitución que sea digna de tal consideración ha de ser necesariamente concebida con el consenso de las distintas fuerzas políticas, pues está llamada a ser la ley de leyes a partir de la cual se desgranará el resto del ordenamiento jurídico. república. La izquierda española no concebía la democracia republicana como una democracia liberal, pluralista y representativa en la que tuviesen un lugar todos los sectores de la sociedad española. Al no haber existido consenso, la convertía de facto en una constitución para una guerra civil.

Otro gran ejemplo de la escasa calidad democrática del régimen lo encontramos en los días posteriores a los comicios de noviembre de 1933. En aquellas elecciones, los partidos del centro y la derecha consiguieron mayoría parlamentaria, siendo la primera fuerza la CEDA de José María Gil Robles.

Aunque en una democracia parlamentaria no tiene por qué gobernar el partido que más escaños consigue, lo lógico es que al menos se ofrezca la posibilidad a la fuerza más votada de formar gobierno. A Gil Robles se le hurtó de dicha oportunidad desde el primer momento. Alcalá Zamora, que aunque siendo de derechas resultó ser un monigote en manos de la izquierda, encargó a Alejandro Lerroux la formación de un nuevo ejecutivo. El partido centrista de Lerroux había sido la segunda fuerza más votada. A finales de 1935, una vez el gobierno radical-cedista se había disuelto como un azucarillo, Alcalá Zamora volvió a negar a Gil Robles la posibilidad de formar gobierno. No demasiado tiempo después, la izquierda hizo un uso torticero de la Constitución para destituir ilegalmente a Alcalá Zamora como presidente de la República. Este hecho nos sirve para comprobar que la estupidez de la derecha española es algo que viene de muy atrás. También sirve para constatar que en aquel supuesto oasis democrático no cabía la posibilidad de un gobierno católico de derechas. Es decir, se le negaba a la mitad de España la posibilidad de gobernar.

Como la izquierda española es incapaz de aceptar un resultado adverso en las urnas, desde noviembre de 1933 comenzó una espiral insurreccional con el objetivo de desestabilizar al gobierno de centro-derecha. Aquello evidenció la radicalización de la izquierda que, bajo las directrices de un incendiario Largo Caballero, había decidido que era necesario abandonar el parlamentarismo para optar por la vía revolucionaria. El culmen de aquella espiral de violencia tuvo lugar en octubre de 1934, durante la huelga revolucionaria de octubre —en realidad un golpe de Estado—, que se saldaría con más de 1.000 muertos.

La victoria del Frente Popular en 1936, en unas elecciones marcadas por múltiples y demostradas irregularidades, fue la crónica de una muerte anunciada. En este caso la de la república. Entre febrero y julio de 1936 el caos se apoderó de las calles españoles. El orden público era asunto a tratar diariamente en las Cortes. Desde la victoria del Frente Popular hasta el 18 de julio hubo en España más de 400 muertos en las calles.

Aquellos meses previos al conflicto fueron la constatación de que aquel era un régimen condenado al fracaso. Un régimen en el que no había lugar para la mitad de España. De manera literal, además, pues unos días antes de estallar la guerra fue asesinado el dirigente conservador José Calvo Sotelo por pistoleros izquierdistas.

Aquel ambiente de tensión fue convenientemente alimentado por el nefasto Caballero, que desde 1934 había aprovechado cualquier intervención pública para llamar al derramamiento de sangre. El 30 de enero de 1936 dijo en un mitin en Alicante: «Si triunfan las derechas, no nos vamos a quedar quietecitos ni nos vamos a dar por vencidos… Si triunfan las derechas, no habrá remisión: tendremos que ir a la Guerra Civil». Efectivamente así fue.