Año y medio pendientes de arbitrios impuestos según algo a lo que políticos y periodistas —los expertos— llaman “ciencia”, y entienden como conjunto de creencias indiscutibles y de aceptación obligada. Es decir, como dogma. Lo contrario, por definición, de la ciencia, que parte de la observación y el razonamiento, y es necesariamente comprobable empíricamente. 

Se pongan como se pongan los creyente en esa religión, en la del cientismo, que no ciencia, después de todo este tiempo de omnipresencia mediática del virus y su narrativa, los interrogantes, lejos de resolverse, se acumulan. La propia catalogación de la enfermedad, su método de diagnóstico, los remedios para curarla, los métodos aplicados para limitar la libertad de los enfermos, de los supuestos enfermos y de los sanos.

A estas alturas, cuando el número de fallecidos no es un lugar común, eso que los cursis llaman “el relato” continúa apoyado en dos premisas. De un lado, la equiparación de todo positivo según una PCR con un enfermo. De otro, la asunción de las vacunas como única vía de investigación y remedio conocido.

¿Por qué los protocolos, incluso una vez flagrantemente demostrados como fallidos, promueven el uso de respiradores? ¿Por qué no prepondera la aplicación de curas evidentemente eficaces como, por ejemplo, los corticoides anticoagulantes? ¿Por qué esos remedios no son conocidos?

¿Qué sentido tiene no haber llevado a cabo un estudio basado en autopsias? ¿Por qué se prohibieron? ¿Cuál es el fin de catalogar como muerte por el virus a alguien que, aunque fallezca por accidente, dé positivo?

¿Por qué se dejó morir a decenas de miles de ancianos en residencias, solos y en condiciones deplorables? ¿Por qué no se permitió a sus familiares llevarlos a casa? ¿Se enfrentarán a la Justicia los responsables de la gestión política de esos centros?

¿En qué momento se aceptó la obligatoriedad del uso de mascarillas de forma generalizada incluso en espacios al aire libre? En los meses de más fatalidad su utilización no era obligatoria ni habitual. Por entonces, militares y trabajadores de servicios de limpieza fumigaban nuestras calles, vestidos con monos y protecciones aparatosas. ¿Qué fue de esas acciones?

¿En qué momento se asumió como normal obligar a los niños a seguir unas normas de aislamiento y separación de los demás, enmascarados, jalonadas de mensajes de miedo a contagiar y ser posibles transmisores de la enfermedad y la muerte a sus padres y abuelos? ¿Por qué precisamente sus familiares aceptaron poner todo ese peso sobre los hombros de menores de edad?

¿En qué momento se aceptó el confinamiento de personas sanas como una medida médica, es decir científica, a sabiendas de que causaría ruina y, a la larga, más fatalidad que el propio virus? ¿Cuándo se admitió que un toque de queda tuviera ni remotamente nada que ver con la salud? ¿Por qué son acalladas de manera deliberada y extendida las voces de los epidemiólogos que recomiendan centrar la atención y los métodos aplicados sólo en la población en riesgo?

¿Por qué no es conocida la evidente y demostrada ausencia de diferencias en las cifras de gravedad y mortalidad entre los países y regiones en los que, como en España, se han extremado las medidas liberticidas y aquéllos en los que se han respetado los Derechos Fundamentales de la ciudadanía? ¿Por qué no se reconoce que allá donde la libertad es menos protegida también lo es la vida? Siquiera los políticos que defienden la apertura utilizan esos ejemplos como argumento.

¿Por qué se ha implantado, y aceptado como algo tradicional, el diagnóstico a través de un método demostradamente no específico? El mismo inventor de las PCR, Kary Mullis, negó su utilidad para encontrar este tipo de enfermedades. ¿Por qué se ha ido manipulando la sensibilidad de la prueba a lo largo del tiempo, modificando sus umbrales de amplificación para reportar más o menos positivos, según el momento y el lugar?

¿En qué momento se aceptó la existencia de enfermos asintomáticos? Un término nunca utilizado que, además de suponer un insulto a la inteligencia, acabó de manera automática con la presunción de inocencia, no sólo en lo que respecta al virus: convirtió el recelo y la sospecha en hábitos de buen ciudadano.

¿Por qué vacunar obligatoriamente —de forma abierta o velada— a toda la población mediante una propaganda torticera y de coacciones, con unas sustancias cuando menos insuficientemente estudiadas, de las que se desconocen sus efectos reales a corto y largo plazo? ¿Quién prescribe esos tratamientos?

De las vacunas, precisamente, dijeron los expertos (políticos y periodistas) que inmunizarían. ¿Alguien va a responder legalmente por mentir al asegurar en público que unos farmacos aportarían inmunidad ante una infección concreta? ¿Alguien responsable piensa reconocer que se trata de unos tratamientos experimentales incapaces de inmunizar ante una enfermedad que difícilmente será letal?

¿Por qué todas esas incontables olas, variantes y cepas aparecen cuando la tensión generalizada se relaja y pasan como modas? No hubo manera de seguir su ritmo de proliferación hasta que cuajó la variante Delta. Ahí, como por arte de magia, dejaron de aparecer nuevos tipos.

Y, ya en serio, ¿alguien en su sano juicio puede asumir y defender que maltratar a las personas aumenta su esperanza de vida? ¿Por qué estas preguntas y tantas otras no son abiertamente compartidas? ¿Por qué casi nadie alza la voz? ¿Por qué cualquier voz discordante es anulada? Cancelada es la palabra exacta.

Es evidente que las medidas y la jerga nada tienen que ver con la más mínima cordura médica ni científica. Tampoco con la más elemental condición humana. Una narrativa evidente. Infinitas preguntas prácticamente retóricas a estas alturas. La duda es sana. Ante lo desconocido y también ante lo cotidiano. Para encontrar respuestas, después de mirarnos a nosotros mismos, seguramente sea razonable pensar en los beneficiarios de todo esto.