La paz en el mundo ha vuelto a ser objeto de nuestros anhelos. Decía C.S. Lewis que a la vez que extirpamos de un sujeto su corazón le exigimos la virtud; o que tras castrarlo le pedimos que sea fecundo. ¿No estamos acaso pidiendo la paz mientras el mundo se empeña en hacerla imposible?

La célebre Pacem in Terris de Juan XXIII, publicada un Jueves Santo de 1963, declara que la paz en el mundo —ni más ni menos que la «suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia»— ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Para esta tarea —«gloriosa y necesaria»— la encíclica nos entrega una serie de líneas y principios para edificar sobre «un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad».

Por primera vez el sucesor de Pedro se dirigía «a todos los hombres de buena voluntad», y lo hacía con la conciencia cierta de que los signos de los tiempos exigían para los pueblos una dirección de su madre y maestra, la Iglesia, para construir en dialogo con el mundo y sin romanticismo alguno la convivencia y las relaciones políticas nacionales e internacionales.

Porque lo que nos encontramos al asomarnos a la Pacem in Terris no es ni mucho menos una respuesta, podríamos decir, pacifista, como de protesta o reacción en un marco bélico —del tipo Imagine o análogas alucinaciones panteístas y otros sucedáneos de unidad—, cuanto de un volver a reconocer la realidad de las cosas, empezando por la propia persona humana y sus derechos y deberes naturales, «universales e inviolables», los cuales «no pueden renunciarse por ningún concepto». La convivencia humana, la ordenación de las relaciones civiles, ha de basarse en el reconocimiento de la personalidad, los derechos y deberes de la persona y su dignidad. En este sentido, lo que entendemos por bien común no es otra cosa que su defensa, y en tanto en cuanto universales, su defensa es, precisamente, exigencia del bien común universal.

«La sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo».

Su radical realismo no le permite pasar por alto las exigencias y necesidades propias de la natural sociabilidad del hombre, como el principio de autoridad, subsidiariedad o solidaridad, los cuales han de regir no solo cada nación en particular, sino también el plano mundial, donde la Organización de las Naciones Unidas jugaría un papel esencial de cara a «asegurar y consolidar la paz internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre los pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple colaboración en todos los sectores de la actividad humana». La legitimidad de dicho poder mundial se asienta sobre su orientación al bien común, la libertad, la protección de los derechos del hombre y el respeto al principio de subsidiariedad.

No obstante, si como dice San Agustín, la paz es la tranquilidad del orden, «es indudable que [la paz en la tierra] no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios», algo que el Santo Padre deja claro desde el primer momento. La observancia del orden moral, cuya ley se encuentra escrita en nuestro mismo corazón, no solo opera como un límite, sino como su base misma. Por ese motivo, no fundar la paz en la tierra sobre la verdad, la justicia, la caridad y la libertad, en el mejor de los casos lleva a lo que Pío XII llamaba la «paz fría», es decir, a la mera coexistencia. Teniendo en cuenta que la paz social no puede darse sin una paz personal primigenia, lo referido equivale a decir que su cultura propia es la de la soledad moral, instituida en el temor y en la fuerza.

Lejos de identificar lo sobrenatural con lo natural, en ese aggiornamento propuesto por S.S. Juan XXIII se distingue nítidamente y sin escisión alguna la paz en la tierra de la paz de Cristo. Confundirlas sería tanto como proponer una escatología, y contraponerlas, abdicar de la misma vida presente. Por eso advierte: «Débese, sin embargo, tener en cuenta que la grandeza y la sublimidad de esta empresa son tales, que su realización no puede en modo alguno obtenerse por las solas fuerzas naturales del hombre, aunque esté movido por una buena y loable voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo lo más perfecto posible del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural del cielo».

En su mensaje para la celebración de la XXXVI Jornada Mundial de la Paz, y coincidiendo con el cuadragésimo aniversario de la Pacem in Terris, Juan Pablo II se refirió a Juan XXIII como un hombre que no temía al futuro. Lo cierto es que el texto invita precisamente a eso, a no tener miedo de acoger una nueva visión del mundo que contiene el poder de encarnarse en todas las realidades humanas; una visión que exige nuestro «compromiso permanente», sin olvidar que, como señala ese otro perenne manantial de lo social que es Mater et Magistra (1961), «por grande que llegue a ser el progreso técnico y económico, ni la justicia ni la paz podrán existir en la tierra mientras los hombres no tengan conciencia de la dignidad que poseen como seres creados por Dios y elevados a la filiación divina; por Dios, decimos, que es la primera y última causa de toda la realidad creada. El hombre, separado de Dios, se torna inhumano para sí y para sus semejantes, porque las relaciones humanas exigen de modo absoluto la relación directa de la conciencia del hombre con Dios, fuente de toda verdad, justicia y amor».