Cada época se apoya en un acervo moral que la define. En nuestro tiempo triunfa un credo transmitido por esas élites autoproclamadas minorías desfavorecidas, adoctrinadas en la creencia de que cualquier disparidad individual es el reflejo de una injusticia colectiva culpa de un grupo opresor; en que las normas y costumbres sociales son en realidad vehículos para la discriminación; y en la convicción de que el desafuero persistirá hasta el desmantelamiento de los sistemas de lenguaje y privilegio resultantes de «construcciones sociales».

Es la fe de la autodenominada generación woke, basada en el relativismo moral, efecto directo del abuso de los dispositivos mediáticos, según el cual todo es relativo excepto que todo es relativo, precepto que ha de ser defendido con la vida en caso necesario; el reduccionismo materialista, capaz de llevar a miles de millones de personas a creer que no somos más que un saco de células luchando matemáticamente contra un virus; y en la certeza errónea de que el don de la libertad consiste en la ausencia de límites morales, sociales y naturales.

Ser woke, o más bien estarlo, significa vivir en una indignación sentimental constante ante aquello que la televisión cuenta de lo que ocurre en el mundo. En la falsa compasión del que tiene el estómago sensible y duro el corazón. Un estado mental invariable para el que resulta necesrio interpretar la realidad en términos de causa-efecto, en concreto, en clave de víctima-perpetrador. El término woke podría traducirse como despertado, mejor que despierto, con la connotación de dependencia del sujeto hacia lo externo que implica la voz pasiva. El suceso exógeno es siempre secundario. Poco importa que se trate de la raza, del género, del clima, del virus o, estos días, de la guerra en Ucrania. Por encima del carácter transitorio del asunto que sirve de excusa, la actitud pasiva, tan aspaventera como carente de acciones efectivas, es constante. Una forma preconfigurada de estar en el mundo. Cada día más, de ser del mundo.

La universidad

Aunque el término woke nació en ámbitos del sindicalismo negro estadounidense de los años 40 del siglo pasado, ha hecho fortuna en nuestros días. Los instintos, tan relativistas como manufacturados en serie, que estructuran la personalidad de quien lo encarna han sido inoculados y alimentados durante años desde las universidades norteamericanas, especialmente las más elitistas, ante la mirada complaciente y la actitud cómplice de la sociedad. Resulta sencillo establecer el paralelismo con España, donde han calado ideas más clásicas (lucha de clases, sindicalismo, anticapitalismo) y el omnipresente nacionalismo allí donde impera han contaminado las delegaciones estudiantiles y los departamentos académicos.

En los Estados Unidos son tres los principales factores propiciatorios de esta eclosión sentimental en un ambiente intelectual: una masa estudiantil fértil, una teoría académica lo suficientemente maleable como para convertirla en manual del activismo político y una administración universitaria predispuesta.

Una generación de universitarios antes adoctrinada por la televisión y la secundaria en la conciencia ante problemas sociales «sin resolver», preparada para concebir como obstáculos los preceptos de la libertad de cátedra o del debate abierto, y expuesta durante años a eventos como la crisis financiera, la elección de Donald Trump o los movimientos sociales (Black Lives Matter), que han ido llenando el vaso de su frustración frente a la incapacidad del progresismo tradicional para acabar con las «desigualdades estructurales». Unos individuos que se adentran en la educación superior ya separados de su historia y su genealogía, aislados, sin pertenencia; dotados al tiempo de la capacidad de creer en la magia y la ceguera ante lo evidente.

En paralelo, un cuerpo teórico compuesto por textos basados en llamadas a la acción social (la «praxis»), desarrollados en la academia durante décadas y adoptados por los centros de enseñanza. En 1965, Herbert Marcuse acuñó el término «tolerancia represiva», la noción de que la libertad de expresión debe ser negada a la derecha política y sociológica para lograr el llamado progreso, sobre la premisa de que la «cancelación del credo liberal de discusión libre e igualitaria» es necesaria para acabar con la opresión. Otro autor de cabecera de todo woke con título universitario es el brasileño Paulo Freire, que en Pedagogía del oprimido aboga por una instrucción liberadora en el espíritu de la Revolución Cultural de Mao, mediante la que «los oprimidos descubren el mundo de la opresión y a través de la praxis se comprometen a su transformación».

Por último, la necesaria labor de los funcionarios. Al igual que en España, el proceso de politización de la universidad hubiese sido una tarea más trabajosa sin la infatigable colaboración, cuando no impulso, del personal administrativo. Un cuerpo que se reproduce a mayor velocidad que alumnos y profesores, al tiempo que su sesgo ideológico se inclina hacia la izquierda. Según una encuesta de 2018, en los Estados Unidos, los miembros de este grupo que se declaran progresistas superan en 12 a uno a los que se denominan conservadores.

Los medios de comunicación

Como ha ocurrido en el último medio siglo con la politización tradicional de la academia, el movimiento woke ha transcendido de las aulas a la vida civil en el transitar de las élites universitarias a puestos de trabajo más o menos influyentes. No hay epítome de este fenómeno como la prensa. La revolución digital se ha llevado por delante a los diarios local, ha sido aún más devastadora con el periodismo de cercanía e implacable con el reportero que pateaba las calles o viajaba a una guerra para contar lo que veía, hoy sustituido por jóvenes con más prejuicios que vocación, en un retroceso estudiado de la «objetividad neutral» a lo que ellos mismos han dado en llamar, de manera nada espontánea, «claridad moral».

La mutación de las redacciones es también el resultado de la aplicación de políticas de diversidad diseñadas para «dar voz a las minorías». En la práctica, tales medidas desembocan en que los grupos sociales etiquetados como infrarrepresentados acaben ocupando un porcentaje de la plantilla de cualquier empresa muy superior al de su peso en la sociedad, y no precisamente por la vía del mérito.

Como en los medios de comunicación, así se da en las grandes corporaciones estadounidenses a las que dicen combatir los revolucionarios woke y sus representantes políticos. Desde la eclosión de Black Lives Matter, por ejemplo, Facebook prometió contratar un 30% más de personas negras en puestos de liderazgo y se ha fijado el objetivo de que el 50 % de su fuerza laboral provenga de comunidades subrepresentadas para fines de 2023; la cadena de supermercados Target se comprometió a gastar más de 2.000 millones de dólares en proveedores cuyos propietarios sean ciudadanos negros para finales de 2025 o Walmart, la compañía con más empleados del mundo, creó su centro para la equidad racial, al que prevé asignar 100 millones destinados a «dirigirse a los impulsores del racismo sistémico».

Por descontado, semejante ola de buenismo empresarial no se traduce en una mejora de la actividad esencial de los agentes económicos mencionados: ni en términos financieros ni de servicios. Las hamburgueserías que reniegan de la carne o las petroleras que adoptan el color verde como imagen corporativa no lo hacen por el interés propio de su negocio teóricamente principal, sino por otras causas ajenas a su propia razón de ser, por lo general más rentables para sus altos ejecutivos.

En la universidad, la prensa o la empresa, en definitiva, la exaltación del narcisismo patológico, travestido de modo oficial de proceder en público, es un hecho tan beneficioso para sus promotores como degradante para quien lo ejerce, es decir lo sufre, y la sociedad en la que es aceptado con naturalidad.