No he podido recibir a título personal sino con extrañeza la incomparecencia en la plaza pública de la primera plana de la intelectualidad europea de la reflexión sobre el régimen biopolítico y de vigilancia social en que, a todas luces ya, nos hemos instalado. Cierto es que Zizek ha escrito con su habitual estilo apocalíptico sobre la pandemia. Algunos han protestado con la boca chica, como De Benoist. Otros han hablado abiertamente en favor del entramado biopolítico vigente, como Byung chul-Han y Zagrebelsky. Hónranse las excepciones notables de Agamben, Barbero, Cacciari, Castellano y Fusaro. No por casualidad los grandes revoltosos son todos italianos (briganti, quizá), pues ha sido allí donde la plutocracia europea ha decidido primero experimentar con los pases verdes. Allí, en una sociedad católica y mediterránea donde precisamente toda disciplina social férrea ha brillado —y con fuerza— siempre por su ausencia. En tierras españolas, a excepción de De Prada, todo ha sido un erial de silencio atroz.

Silencio inexplicable, en todo caso, a la vista de la gravedad de los acontecimientos… Es la primera vez en la historia que los Estados imponen al general de la población un pasaporte, salvoconducto o licencia jurídicamente habilitante para la libre circulación, el libre ejercicio de una profesión, el libre disfrute del ocio y la libre participación política en los asuntos de la ciudad. Es también la primera vez en nuestra historia en que los Estados van a imponer un sistema de castigos y prebendas para la disciplina social. Lo cual quiere decir, en una palabra, que se ha producido el resquebrajamiento de las dos grandes ideas, las dos columnas de Hércules del paradigma liberal europeo.

Por un lado, la cuestión de la imposición obligatoria de la vacuna, sea directamente a través de leyes de vacunación forzosa, sea indirectamente a través de los llamados «pases verdes», ha producido la subversión total de la tradición política de Occidente, que aun degenerada, había conseguido conservar su núcleo vigente hasta fecha bien reciente. El núcleo de esa tradición política consistía en el axioma de que la política está siempre sometida a la libertad del hombre. O en otras palabras, que la política, para ser operativa en la práctica, debe necesariamente considerar y servir la libertad del hombre y su desarrollo, careciendo radicalmente de potestad y legitimidad para querer anularla. Con los salvoconductos sanitarios se ha llegado precisamente a la subversión, al trastrocamiento total de esa tradición: de ahora en adelante, para el ejercicio pleno de la vida civil, se impondrá la exigencia de una opción no ejercida en libertad, la vacunación.

Junto al primer axioma ha venido en derrumbarse otro que, hasta anteayer, sostenía en amplio consenso la doctrina político-constitucional europea. Ha caído la tesis de que el Estado es un espacio de vida civil en el que cada persona, por el estatuto de ciudadanía, y a través del libre desarrollo de la personalidad, puede conllevar los modos de vida que desee; es decir, la tesis de que al Estado le está vedada la posibilidad de imponer cualquier opción de vida singular.

El liberalismo ha implosionado. Cada día es más evidente. Los genios invisibles de la ciudad, a decir de Giuglielmo Ferrero, ya no quieren la convicción liberal; y los genios visibles, obedientes a aquéllos, saben que ha pasado el tiempo de mantener siquiera las apariencias. Hoy ya nadie cree en el liberalismo: ni en su fondo ni en sus formas ni en sus promesas. Se acabó. El mundo nuevo ha terminado. El orden político de posguerra ha sido demolido. Hemos entrado en la fase última de decantación de un acelerado proceso de transición civilizatoria. El tiempo que se nos abre nos es todavía desconocido, por más que intuyamos ya su rostro siniestro.

Que los genios visibles e invisibles de la ciudad hayan abjurado de la idea liberal nos es comprensible. Pero que ante su destrucción, sus padrinos intelectuales, fervorosos creyentes y custodios fanáticos, no hayan salido en tromba a su auxilio nos es difícilmente digerible. Se decía de Sócrates en el mundo antiguo que era tábano y partera. Tábano porque picaba las conciencias de sus cercanos; partera porque hacía parir ideas y buenos ciudadanos. ¿Dónde están, pues, los tábanos y parteras que, ante la crisis presente, agitaren la ciudad? ¿Dónde están las grandes cabezas que pensaren en defensa de otros? ¿Dónde quedan, en fin, los intelectuales?

El Sócrates histórico es la prueba de que, ante las injusticias, los intelectuales no acompañan la humillación del reo, sino la cobardía del poder criminal. Las libertades políticas van a sufrir el mayor estupro que quepa imaginarse. Decían los clásicos in re incerta amicus certus cernitur. Sepa, pues, el pueblo que entre los intelectuales no encontrará amigos.