Hace escasamente unas semanas se celebró el encuentro del G20 en Roma. En la cumbre de líderes mundiales se abordaron los dos problemas de ámbito global que se consideran más acuciantes. Por un lado el cambio climático, dogma de fe posmoderno, y por el otro lado la fiscalidad global. Este último es el que nos va a ocupar hoy y es el que da pie a una idea implícita que ya nació con la creación de la ONU y que da pasos agigantados conforme el multilateralismo internacional avanza, mediante el que se alcanzan acuerdos que comprometen a la (cuasi)totalidad de los países.

Este aspecto, como cualquier otro que pueda inmiscuir a los objetivos globales o a la propia Agenda 2030 que cada miércoles tratamos, trae consigo una connotación de entrada positiva, ya que en principio el acuerdo entre varios países facilita la consecución de un bien internacional y necesario como es la paz, la erradicación de la pobreza o el desarrollo de regiones deprimidas. De tal manera, de cara a la galería se transmite la idea de que los países avanzan juntos de la mano. Nada más lejos de la realidad, vemos cómo estos protocolos son reuniones de amistades peligrosas, países que se anclan en uno u otro eje geopolítico. La Unión Europea y Rusia están enfrentados (como podemos ver con el conflicto entre Bielorrusia y Polonia), dentro de la propia UE tenemos bloques diferenciados entre el Visegrado y la Europa Occidental, China sigue sus intereses, Turquía es otro actor que considerar, etc. Así podríamos ir desgranando las facciones que actualmente se enfrentan recurriendo a las nuevas guerras híbridas que caracterizan a la Posmodernidad.

Sin embargo, más allá de la confrontación que existe entre estas potencias y que todos podemos contemplar en cualquier medio de comunicación, hay que reparar en que cada eje geopolítico es dirigido por una serie de mandatarios. Éstas son lo que conocemos como élites, y dichas élites no son solamente esa idea preconcebida de especuladores y multimillonarios con empresas internacionales —que también—, sino que habrá élites políticas (la cúpula de Partido Comunista Chino es el mejor ejemplo), élites militares como la norcoreana e incluso élites religiosas en regímenes de Oriente Medio y grupos yihadistas. Y esto, por cruento que suene, es cierto. La propia Real Academia de la Lengua Española las define como una minoría selecta o rectora, hablar de que existen no es hacer ficción conspiradora sino describir una realidad: no todos los ciudadanos somos iguales y son unos pocos los que deciden sobre los demás. Y más allá de los intereses que enfrenten entre sí a estas facciones geopolíticas, en la cumbre del G20 se ha marcado un nuevo hito al crear la fiscalidad internacional.

El 31 de octubre de 2021 se cerró dicho encuentro de líderes en Roma, destacando la creación de un impuesto global para armonizar la fiscalidad del mundo. Este impuesto se traduce en dos mecanismos. El primero es que las empresas repartirán el 10% del beneficio obtenido entre los países donde operan. El segundo mecanismo impositivo consiste en que se aplicará un tipo mínimo de sociedades del 15% a empresas que tengan una facturación al menos de 750 millones de euros.

Impuesto global

El Objetivo de Desarrollo Sostenible 17 (Alianzas para lograr los objetivos) encuentra su razón de ser en el hecho de que existan países en vías de desarrollo en los que las empresas eludan el pagar impuestos, entre otras razones. Además, hay otra serie de hitos que motivan este ODS y que persiguen un buen fin como es el desarrollo de los países más atrasados. Y esto, objetivamente, es bueno. En cambio, el problema surge en cómo se pretende atajar esta casuística. Recordemos que éste es el engaño de la Agenda 2030: la consecución de fines que una considerable parte de ellos son antropológica y moralmente buenos. En cambio, son los medios y la forma de alcanzarlos los que cambian su cariz.

La creación de un impuesto global tiene dos facetas que considerar: la primera, que la creación de gravámenes a las empresas no afecta al patrimonio de los más ricos, como muchos creen. De hecho, nuevos gravámenes lo que hacen es que las empresas recojan este impacto en el precio del producto final, por lo que es el consumidor quien finalmente se ve afectado con el encarecimiento del producto. Es decir, que la armonización fiscal no hace que haya «menos pobres y menos ricos», sino que directamente empobrece a la clase media y baja, que son quienes ven aumentado el precio del producto como resultado del nuevo impuesto. Lejos de obtener una cierta equidad o justicia, lo que se consigue es deteriorar la economía doméstica de los consumidores.

Por otro lado, introducir impuestos globales, además de deteriorar la capacidad de los países de atraer capitales mediante ajustes de fiscalidad; lo que conlleva es sentar precedentes de gobernanza global. Es decir, los primeros pasos para crear órdenes jurídicos comunitarios o internacionales suelen venir mediante acuerdos comerciales y fiscales internacionales, a través de los cuales los Estados crean espacios de comercio y competencia común. El precedente más reciente se encuentra en Europa, la cual a través del desarrollo normativo internacional que nació tras el establecimiento de la CECA ha desembocado en la Unión Europea. Y, aunque en teoría la soberanía reside en las naciones, vemos cómo las políticas que más nos afectan se deciden en Bruselas a través de las competencias cedidas. Por ejemplo, la subida de impuestos que el Gobierno de España está llevando a cabo responde a que los Presupuestos Generales del Estado tengan el visto bueno de la Comisión Europea, de cara a perfilar el cumplimiento del objetivo del déficit del 3% en 2023 (se lo traduzco: el déficit público que sufrimos debe reducirse, y nos esperan años de subida de impuestos primero y recortes después).

Gobierno global

Al final, el establecimiento de impuestos globales también responde a una forma de gobernanza global. El impuesto es un gravamen que un ente con poder coercitivo te exige, y lo hace porque tiene legitimidad y autoridad para hacerlo, así como capacidad para requisarlo o imponer sanciones en caso de incumplimiento. Sin embargo, ¿acaso dicha legitimidad y autoridad son válidas? ¿Acaso está refrendada por la soberanía popular? Tiene el beneplácito de la soberanía nacional en tanto que son las naciones las que lo han establecido haciendo uso de su soberanía. Ahora bien, la cuestión está en que quienes ejercitan esta soberanía nacional no es el pueblo (nadie ha votado ni ha sido consultado sobre este impuesto global) sino las élites políticas que van en supuesta representación de los países que abanderan.

Respecto al establecimiento de la Aldea Global, sólo queda como respuesta la oposición. El motivo es simple. Como ciudadanos, ¿os veis con capacidad de controlar a nuestros representantes en el Congreso de los Diputados? ¿De poder exigirles y ponerles barreras y trabas a los abusos legislativos y ejecutivos, como los estados de alarma ilegales y las multas que llevaban aparejados? La respuesta es simple: no. Igualmente, como ciudadanos es realmente complicado que salga adelante una sola Iniciativa Legislativa Popular, de manera que no tenemos capacidad social real de autogobernarnos y debemos confiar en el Parlamento, caracterizado por actuar haciendo de lo prometido, ni la mitad.

Demos un paso más adelante, ¿tenemos capacidad de controlar a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, en Bruselas? Las legislaciones que más nos afectan en el día a día nacen a través de directivas y reglamentos que de los europarlamentarios emanan. Desde normas de fiscalidad hasta económicas, bancarias, penales o de medioambiente. Sin embargo, vemos cómo no tenemos capacidad popular de controlar a una casta política que usa la fiscalidad para cocinar las elecciones, como bien decía Pablo Iglesias.

Consecuentemente, ¿qué democracia podría quedarnos con el establecimiento de una gobernanza global? ¿Quién ha votado —para empezar— esta Agenda 2030 que nos promete no tener nada y ser felices? La creación de impuestos asienta precedentes normativos supranacionales que nos conducen a un mundo globalizado en el que los derechos del ciudadano se vacían de contenido, sin poseer perspectivas de futuro que escapen de una pobreza anunciada.

Al final, los impuestos prometidos en el G20 solo favorecerán que el 1% de los más ricos cada vez tengan más en detrimento de una población que, presa por los impuestos del Estado hecho leviatán, verá cómo sus bolsillos son progresivamente vaciados.