El pasado sábado acudí a mi cita quincenal con el CEU para seguir en la formación académica que durante este curso me he aventurado a seguir. Como punto de partida, el programa arranca con lecciones acerca de filosofía política. De una forma más precisa, versa sobre la forma de la libertad en la tradición occidental. Como no podía ser de otra manera, el maestro que nos ha hecho un recorrido exhaustivo pero excelso sobre la cuestión no ha sido otro que Elio Gallego, una de las voces más autorizadas de España para tocar estos vértices donde las aristas de la política, la filosofía y la historia se encuentran.
Como bien nos descubrió el profesor, el pensamiento clásico partía de una dualidad conformada por la razón y la realidad, de manera que por los sentidos y la experiencia que nos evocaba la realidad la razón concebía ideas y conceptos. Sin embargo, con el descubrimiento del Nuevo Mundo y el trazo de los planos geográficos se adoptaría una nueva perspectiva en la cual no hay nada más que lo plasmado en los mapas, siendo esta forma de ver el mundo —un mundo despojado de sus misterios- la trampa que traería consigo la Modernidad. Lejos de preservar la tradición clásica, nacería un hijo adúltero cuyo fin no es partir de la misteriosa realidad para concebir ideas, sino que el hombre se esmeraría en fabricar sus ideas para probarlas en la realidad. Surgiría el racionalismo, que no es otra cosa que, de la dualidad razón-realidad, escudarse en recurrir únicamente a la razón, lejos de darle continuidad a la solución clásica que abogaba por los dos.
Este nuevo sistema de pensamiento iría muy de la mano de la Ciencia Moderna, en la cual se aboga no por la experiencia sino por el experimento: el hombre contrasta sus ideas mediante pruebas, ensayos y errores para aproximarse a la realidad. Si bien es verdad que esto ha contribuido al avance técnico, el error occidental estriba en haber abogado por la misma metodología para articular una tradición política de lo que antaño fuera la Cristiandad. Así es como en última instancia nacerían las ideologías, que no son otra cosa que probar mediante experimentos la lógica de las ideas que el hombre alberga, tratando describir la realidad de la comunidad política y hallarle solución a las cuestiones históricas que se le plantean a los pueblos.
Esto explica cómo se ha dado un proceso histórico en el que las ideologías han sido testadas una y otra vez, actuando como experimentos para ver si de esta manera se hallaba el sistema político que permitiese a los pueblos ser libres, prósperos y virtuosos. Como todo experimento, se prueba y se extraen conclusiones para aprender de los errores. Por este motivo las revoluciones liberales del siglo XIX tendrían su carácter autojustificativo: la teoría no se había aplicado correctamente, nunca ha llegado a haber un liberalismo real como tal sino que han sido sucedáneos imperfectos. Al final, el liberalismo resultaría ser una hipótesis apoyada por diferentes intelectuales que tratarían de perfeccionarla. Como toda hipótesis, cuando el error es significativo se descarta. Crisis económicas, episodios espeluznantes como la Revolución Francesa, la esclavitud o el abuso de los oligarcas y burgueses respecto de los obreros revelarían que la hipótesis liberal, además de detentar cuantiosas contradicciones, no podía ser válida y, consecuentemente, la teoría no se correspondía con la realidad.
Sin embargo, lejos de volver a la dualidad razón-realidad, en los siglos venideros de la Modernidad se decidió por abogar obstinadamente por el racionalismo. Es decir, partir únicamente de la razón habiendo perdido de vista la realidad. Por eso mismo Chesterton afirmaba que «loco es aquel que ha perdido todo menos la razón». Porque un loco es realmente quien no ve la realidad y sigue con las elucubraciones de la razón aislada del mundo como tal. Por eso, de las lecciones que el liberalismo primario nos dejó no se tomó una vuelta a la tradición clásica occidental, sino que se apostó por nuevas ideologías. Dicho de otra manera, el racionalismo hizo que Occidente quedará irremediablemente loco. De ahí que la solución propuesta al fallo del liberalismo fuera el marxismo.
Otra vez, con un nuevo sistema lógico trataría de acotarse la realidad y así cuidar de la libertad de los hombres. En cambio, la revolución que Lenin llevaría a cabo en Rusia solo arrojaría más víctimas a la cuneta de la Modernidad. Igual pasaría en la Segunda República y aquellos lugares donde los postulados comunistas quisieran llevar a cabo la revolución del proletariado, por no mencionar los países donde la revolución triunfó. En estos pueblos, la justicia social justificadora de toda tropelía brillaría por su ausencia. Sin embargo, ello no prueba la validez del sistema liberal sino que precisamente ratifica lo certera que es la tradición política clásica de Occidente, aquella que toma a Aristóteles, Cicerón o Santo Tomás de Aquino como baluartes para esgrimir los principios que se deben dar en una sociedad para que ésta sea libre. Que el marxismo fracase no significa que el liberalismo refundado sea la solución de Occidente. Ésta, lejos de ser una ideología, pasa por volver al pensamiento clásico occidental que entiende que el poder como tal tiene límites no solo humanos sino también divinos. En cambio, este debate filosófico está cancelado y apartado de las universidades y escuelas de pensamiento.
La auténtica deriva de poniente es que éste ha perdido todo menos la razón. La trampa en la que desde hace siglos está atrapado Occidente es precisamente haber prescindido de la realidad y de las consecuentes experiencias e ideas. Unas ideas que permitirán saber darle respuesta a las vicisitudes que los tiempos traen consigo. La dualidad razón-realidad sigue rota en nuestros días, y el último intento del racionalismo para dar respuesta a los hombres en su búsqueda de la libertad y la Verdad es proponer la ideología de género. El pensamiento woke que no deja de ser la misma falacia que se descartará una vez experimentados sus efectos. Porque, como cualquier otra ideología, es un experimento que se va a cobrar víctimas, en este caso menores y aquellos a quienes van dirigidos estos postulados. A fin de cuentas, la Ley Trans será un capítulo negro adicional que estudiaremos horrorizados cuando pasen los años, por muy asfixiante que sea la propaganda de nuestros días.
Sin embargo, el Leviatán racionalista de nuestros días no está saciado todavía y ya se atisba en el horizonte la siguiente ruta que tomará. Esta no es otra que el transhumanismo, por el cual se tomará la dualidad razón-realidad para pervertir esta segunda parte de la ecuación, la realidad. Conforme la tecnología avanza vemos que cada vez son mayores los soportes que posibilitan el establecimiento de una realidad virtual, un metaverso en el cual la razón esté viciada de antemano gracias a una realidad adúltera que le transmita una experiencia artificial, falsa. Éste es el siguiente punto donde habrá que dar la batalla porque algo tan preciado como la libertad del hombre está en juego.