Aunque me gradué de economista, toda mi carrera profesional estuvo ligada a la docencia universitaria, la televisión, la radio y los periódicos (digitales, concretamente). Soy, en términos muy coloquiales, un periodista por chiripa, y ya llevo quince años metido en esto.

En todo este tiempo, hay dos cosas que me llamaron la atención. Primero, el trato que reciben aquellos periodistas que osan criticar lo políticamente correcto, ni hablar del desprestigio que sufren aquellos que se declaran católicos, conservadores o derechistas. Y segundo, la repetición del mismo libreto informativo y político casi a nivel global (era como ver la misma película, pero con diferentes actores).

Lentamente, fui armando el rompecabezas. Entendí que los grandes medios, al contrario de la creencia popular, no informan, tampoco cuestionan, sino que amplifican el mensaje de los poderosos. Son panegiristas del poder. Y si hay un fenómeno que nos muestra esto en su máxima magnitud es la pandemia del COVID-19.

Vamos aclarando algo: no soy negacionista de la existencia del virus, tampoco un antivacunas. El COVID-19 existe, sin dudas.

¿Quién gana con todo el terror generado?

El 11 de marzo del 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró una nueva pandemia global. Periodistas, políticos de todo signo y casi todos los gobernantes del mundo lo aceptaron. El distanciamiento social se volvió un dogma incuestionable y, puesto que las reuniones estaban prohibidas, las personas empezamos a hablar en redes, a compartir en redes, a «vivir» en redes. Se inicio la costumbre de salir a los balcones de nuestras casas a cantar Resistiré. Los medios de comunicación nos llenaban la pantalla con estadísticas de contagios y muertos. Nadie sabía nada a ciencia cierta. El mundo entero fue paralizado. El caos había comenzado.

Como era de esperar, algunos incumplieron ―incumplimos― las normas, y salieron a la calle a escondidas. Pero tuvieron la mala suerte de encontrarse con reporteros que, cual jueces, científicos y profetas, cuestionaban a esos irresponsables que «propagaban» la enfermedad. No se podía escuchar las razones del otro, sólo había que obedecer.

Ahí nace otra pregunta ¿Cómo llegamos a un punto donde la prensa juzga, censura y castiga a quienes cuestionan el poder?

Fue a partir de 1910, en la Universidad de Chicago, cuando un grupo de estudiosos ―entre ellos, Harold D. Lasswell― comenzó a trabajar el papel de la información y la prensa sobre el comportamiento humano. Los investigadores concluyeron que la propaganda es más eficaz y barata que las bombas para dominar a los grupos humanos.

Otro personaje importante es el prusiano Kurt Lewin, profesor de la Universidad de Berlín, que se estableció en Estados Unidos huyendo de los nazis (su madre murió en un campo de concentración). Lewin creó un taller para que los participantes cuestionaran sus propios comportamientos. Ese fue el origen de los talleres de sensibilización que ahora usan las escuelas para manipular a niños y jóvenes en EE. UU. La conclusión más importante de sus investigaciones es que el miedo y la culpa son instrumentos de control muy eficientes.

En definitiva, los comportamientos de las personas se pueden moldear, o por lo menos intentarlo, usando los medios de comunicación.

Respondiendo a la interrogante

Entre el 25 y 29 de enero del pasado 2021, de manera virtual, se realizó el Foro de Davos. En la sesión inaugural, Xi Jinping (presidente de China) proclamo lo siguiente: «El mundo no volverá a ser lo que fue en el pasado». Una declaración sin anestesia de aquello que pretende el Dragon rojo.

Que China se convierta en el país dominante a escala planetaria tiene graves consecuencias para el mundo actual, sobre todo, para nuestras libertades. No en vano, los teóricos de el Gran reinicio pretenden que cedamos nuestras vidas a una élite superpoderosa. Exactamente lo que es China.

Toda la narrativa que se ha planteado alrededor de la pandemia, y hoy sobre la vacunación, nos dirige a un gran campo de concentración tecnológico a escala mundial. Detrás de cada propuesta se esconde más control, más Estado y menos libertades individuales. Los nuevos dioses son las burocracias transnacionales salidas de la ONU.

Por eso, no debería extrañarnos que la prensa tilde de paranoicos, dementes e irresponsables a quienes todavía ejercen las sanas costumbres de leer, investigar y cuestionar.