Hace poco acudí al titular de un artículo de opinión que sugerentemente proponía intentar materializar la frustrada operación Valkiria ideada contra Hitler, pero en esta ocasión para acabar con Putin. El líder ruso se ha convertido en la personificación de aquel Emmanuel Goldstein contra el que la sociedad de Oceanía volcaba sus dos minutos de odio. La ciudadanía de la novela 1984 purgaba todos sus males contra aquel enemigo distante cuya cara constantemente aparecía en múltiples pantallas, dejando que la visceralidad los sacudiese irracionalmente ante el delirio propagandístico al que estaban sometidos. Winston, el protagonista, atesoraba y sufría al mismo tiempo la cualidad del criticismo que le hacía ver, aunque fuera de manera intuitiva, que las piezas del puzle ficticio que planteaba la distopía de Orwell no encajaban. El partido le ocultaba la verdad. Sin embargo, era consciente de que para sobrevivir debía callar y obstinadamente continuar en el desempeño de sus funciones cotidianas.

De esa obra se ha especulado hasta la saciedad sobre el autoritarismo profético que sucintamente se posaría sobre Occidente. Tan es así, que no compartir ciertos dogmas posmodernos sería la viva imagen del crimen mental: opinar diferente del partido. El régimen perversamente perfecto de Orwell establecía dos clases de personas: aliados y enemigos, y ese encuadre ideológico empezaba en el fuero íntimo de la conciencia. Por ello, los principales disidentes del sistema no lo eran por su activismo sino por su discernir. De hecho, toda cábala que no se alinease con la realidad descrita por el relato del Gran Hermano era objeto de ser reprimida. Los mecanismos de tortura del Ingsoc —partido que gobierna la distópica Oceanía — forzaban al represaliado a acabar asumiendo e interiorizando el relato para, una vez consumada la depuración de la psique, ejecutar al disidente.

Obviando la suerte del protagonista de la novela, Winston, quisiera traer a colación el fenómeno de la dicotomía, en la cual el paradigma se reduce únicamente a dos opciones posibles: o blanco o negro. O aliado o enemigo del Ingsoc. O Zelenski o Putin. U obedeces o eres negacionista, antivacunas o cualquier término peyorativo que sirva para cargar con el reproche y condena social. No está tan lejos el escenario en el que lo que se persiga, política o civilmente, sea el cuestionar, por no mencionar el debatir. Discernir de la versión oficial no se ve con buenos ojos, tal vez sea por esa manifiesta voluntad de perseguir la Verdad. Si ésta nos hace libres, tal vez esto evidencie que es la libertad la que en última instancia sufre ante el reduccionismo al que nos empujan las dicotomías. De momento, la década de nuestros años 20 así nos lo sugiere.

El establecimiento de dualidades en épocas donde se supone que impera la razón es algo impensable. Esto es así porque por medio de esta se puede adivinar que los episodios del hombre en el mundo no se reducen a dos opciones, y que para condenar o absolver al acusado también hay que escucharle. En nuestros días que tan avanzados creemos, los medios de comunicación nos inducen a posicionarnos en todo cuanto acontece, satisfaciendo el ansia por creernos dueños de nuestros días. Un posicionamiento que, además, responde más a las emociones suscitadas por una información sesgada y narrada de manera sentimental.

Este fenómeno se produce como consecuencia de la manera de informar sobre la actualidad que nos rodea. Ésta, lejos de traer la puridad de los hechos al espectador medio, se reviste de un sensacionalismo que persigue suscitar emociones mientras nos aprisiona la confortabilidad del sofá. Despertando el fuero interno del hombre, la pasión de este le empujará a tomar parte de manera irrefrenable y acorde a esos sentimientos provocados. Ante la tragedia sólo cabe condolecer a quienes padecen las amarguras de este valle de lágrimas. Sin embargo, lamentar la desdicha humana que acompaña al conflicto de Ucrania no conlleva que asumamos automáticamente las posturas ofrecidas por la dicotomía que los medios generalistas arrojan sobre la audiencia. Es decir, apoyar a Ucrania no es apoyar al globalismo y sus agendas. De hecho, la Ucrania tradicional que apoyo, sociológicamente tiene más en común con Rusia que con el globalismo en cuanto a la defensa de la tradición de los pueblos.

Personalmente, me entristece ver las imágenes que nos llegan del Este de Europa. Sin embargo, me apena ahora como también lo hace desde 2014 y sus más de 14.000 muertos que en la región limítrofe con Rusia se han dado con la conchabanza del (ahora) bondadoso Zelenski. No existen muertos de primera ni de segunda. Por ello, también hiere el medio millón de víctimas en Siria como consecuencia de una guerra planeada e instigada desde el Capitolio, como nos invitaba a pensar Hillary Clinton con sus telecomunicaciones con los grupos insurgentes de Oriente Medio y las —ahora lejanas— primaveras árabes. También duelen los muertos de la guerra civil de Yemen, empezada en 2014 y arrebujada de un silencio mediático cuanto menos embarazoso. La implicación de Arabia Saudí puede sugerir alguna explicación a esto.

¿Qué papel juega aquí el oligopolio mediático que levanta pasiones entre unas víctimas y en otros casos ni siquiera se puede experimentar indiferencia porque ni se nos deja saber acerca de ellos? El emocionalismo suscitado responde ante un pronunciamiento al que se quiere encauzar a las sociedades europeas: u OTAN o Rusia. U Occidente u Oriente. Y yo me cuestiono si acaso ahora por ser español debo defender a la Unión Europea y con ello asumir los postulados ideológicos que permiten aberraciones como el aborto o la eutanasia; si con ello, al posicionarme con España, debo también defender la agenda globalista que está empobreciéndonos a la par que ataca las raíces de nuestra civilización: la tradición católica. Pareciera ahora que argumentar las amordazadas causas que han acarreado la guerra de Rusia supone escupir a la patria a la que perteneces cuando no es así.

El resultado de esta disyuntiva es que resulta azaroso el mero hecho de exponer qué hay más allá de lo que nos relatan los medios generalistas, en los que solamente observamos un pueblo sufriente frente a un ejército beligerante. Sin embargo, los motivos que subyacen a la colisión se disfrazan y pareciera que no han existido víctimas ucranianas hasta febrero de 2022. El silencio primero y la información tendenciosa después han favorecido que objetar de Zelenski sea proclamarse enemigo de Occidente, así como del atlantismo. ¿Qué clase de periodismo es este que sólo muestra las consecuencias, pero calla sobre las causas? ¿Qué labor es esta que induce a reprimir la pregunta o la discusión sobre los hechos?

Todo lo expuesto denota la ausencia de la virtud de la ecuanimidad, que no equidistancia. Ser ecuánime conlleva la imparcialidad de juicio, así como una actitud equilibrada y recta búsqueda de la verdad. Implica que el profesional ecuánime también mantendrá su virtud pese a los intereses o presiones empresariales y/o gubernamentales que tenga que cargar. Sin embargo, en el momento que existen noticiarios que se encuadran dentro del espectro ideológico de derecha o izquierda, podemos atisbar cómo estos renuncian a esta virtud tan necesaria de cuidar por las implicaciones que el periodismo y la comunicación tienen en la sociedad, dejando la verdad de lado en pos de generar opinión. Tal vez ese sea el problema, que preferimos opinar a perseguir la verdad y todo lo que acarrea.

Faltar a la ecuanimidad en los días que vivimos sólo nos conduce a que se propague el miedo y el odio, multiplicando el fanatismo entre los diferentes estratos de la sociedad. En contraposición, la citada virtud provoca precisamente el efecto contrario: prolifera la serenidad mientras que posibilita el acercamiento a la verdad de los hechos que acontecen.

Ejercer el periodismo sin honestidad sólo conduce a la degeneración de la profesión, pervirtiéndola para hacer que sea una suerte de activismo reducido a unas escasas hojas del periódico o a lo que dure el noticiario televisivo. El vicio que más sufrimos los espectadores son los sesgos al informar, moldeando la opinión pública, haciendo que ésta repita el credo que las pantallas dictaminen. Por ello, frente a esta falta de decoro respecto a la verdad, encumbrar al periodista ecuánime que pretende primero informar y que sabrá bien diferenciar esta labor de la de opinar. De ahí que tenga que quitarme el sombrero ante cada vez más iniciativas que muestran una rebeldía a aceptar el relato oficial.

Por ello, el objetivo de este artículo no es otro que reconocer la labor de aquellos que buscan la Verdad y, de manera inevitable, cultivan esta virtud, saneando las dolencias de una ciudadanía derrotada ante el caos del posmodernismo. A los que tratáis de ayudarnos a conocer la verdad, a los que insistís en que seamos libres: gracias.