TOPSHOT - A man holds a placard reading "Free Djokovic" as people demonstrate against the Austrian government's measures taken in order to limit the spread of the coronavirus during a protest on January 8, 2022 in Vienna, amid the novel coronavirus / COVID-19 pandemic. (Photo by FLORIAN WIESER / APA / AFP) / Austria OUT

El culebrón retransmitido en tiempo real que están haciendo protagonizar al tenista serbio Novak Djokovic, no sólo parece no haber llegado a su final, sino que mantiene la tensión narrativa indemne. En las últimas horas, los medios afines al discurso oficial y sus cooperadores necesarios revestidos de usuarios de redes sociales han aireado, con notorio desdén, que el deportista ha adquirido el 80% de una empresa danesa que investiga un tratamiento médico contra el Covid-19. Supongo que para un vacunólatra hablar de tratamientos es como mentar la soga en casa del ahorcado y por eso también merecerá que continúe su lapidación pública. Me malicio, simplemente.

En cualquier caso, y por condensar los capítulos ya cerrados del serial, sabemos que Djokovic se inscribió en el Open de Australia, hacia donde se dirigió con todos los parabienes del país y de la organización del torneo. Mientras volaba hacia el país de los canguros, aquel gobierno entendió oportuno cancelarle la visa, para detenerlo nada más poner un pie en su suelo. Tras cinco días retenido, un juez anuló la indicada cancelación y ordenó su puesta en libertad. Sin embargo, definitivamente, el ministro de Inmigración, Alex Hawke, decidió revocar su permiso con el beneplácito del Tribunal Federal de Australia y deportar al número uno del mundo.

Durante la sustanciación del atropello, el ministro expuso con nitidez la motivación de su proceder: «Considero que la presencia continua del señor Djokovic en Australia puede conducir a un aumento del sentimiento antivacunas de la comunidad australiana, lo que podría llevar a un aumento de los disturbios civiles del tipo que se experimentó anteriormente en Australia con mítines y protestas».

La presencia en nuestras antípodas del serbio, que se ha mostrado un firme defensor de la vacunación voluntaria, no suponía para el gobierno de ese país —uno de los más inquisitivos en cuanto a la imposición de los pinchazos se refiere— un problema de salud. No. La realidad había sido ostentosamente manifestada por el señor Hawke: el tenista podía «aumentar el sentimiento antivacunas» (léase «aumentar el deseo de los australianos a decidir si se inyectan o no un fármaco experimental») y provocar «disturbios civiles» como «mítines y protestas», porque ya sabemos que, en una democracia, no debe haber lugar a semejantes algarabías, no sea que los ciudadanos se piensen que pueden ir por ahí aventando sus opiniones tan alegremente. Faltaría más.

Icono de la libertad

Es por estos motivos, y no otros, por los que Novak se ha convertido, de la noche a la mañana, en un icono de la libertad frente a las ansias totalitarias que están despuntando, ya sin reservas ni formalidades, a lo largo y ancho del mundo, sin apenas oposición.

Reducir el debate, como ha pretendido el conjunto de los medios, la mayoría de los opinadores profesionales y sus cohortes de palmeros adjuntos, al respeto de las fronteras de un país, o al acatamiento servil de la ley, revela hasta qué punto la ingeniería social aplicada sin descanso en los dos últimos años ha conseguido sus objetivos. Nótese, en cualquier caso, que ya nadie en este sainete, ha esgrimido argumentos estrictamente sanitarios.

Y si es estremecedor escuchar a determinados sectores pedir la cabeza del deportista, hay ámbitos en los que llega a ser escalofriante. Porque hay quienes, haciendo una pirueta y afirmando que, como liberales, sólo pueden defender el cumplimiento estricto de la norma, habrían de recordar que cuando los primeros liberales defendían ese principio taxativo, era para hacer frente al absolutismo y a la arbitrariedad, y siempre y cuando las normas se ajustasen a la Justicia y al derecho natural. Hoy, sin embargo, el derecho de resistencia —también, por cierto, muy liberal— se está convirtiendo en una obligación moral para los ciudadanos que, inspirados por sus conciencias y fundamentados en la recta razón, saben que hay normas corruptas que alejan al hombre de la virtud.

«Lex iniusta non est lex, sed legis corruptio»

Santo Tomás recogió de la tradición clásica un aforismo de imperiosa actualidad. «Lex iniusta non est lex, sed legis corruptio», que en román paladino vendría a afirmar que «una ley injusta no es ley, sino corrupción de ley». Así, la norma que contraviene el derecho natural (donde radica, en esencia, la libertad inalienable del individuo), no vincula en conciencia, sin que exista la obligación moral a su acatamiento y, en consecuencia, a su observancia.

Así, este principio de legalidad, imprescindible para la construcción de sociedades donde impere la seguridad jurídica, está siendo obscenamente retorcido y despojado de la indispensable autoridad que aseguraría su sostenimiento. Cabría recordar al señor Hawke que es el manoseo repugnante de la ley, y no la legítima oposición a la misma de un ciudadano concreto, lo que provoca «disturbios civiles», y los indeseables y comprometedores «mítines y protestas» que tanto desprecia.

Afirmar, tajantemente, que se trata de un asunto de legalidad, nos conduciría a tal absurdo, que sólo se podría desembocar en la misma conclusión a la que llegó aquel locutor que en su día quiso ser adalid de la libertad en España, convertido hoy en una caricatura de sí mismo, cuando un contertulio espetaba que por qué no habían dejado entrar en Australia a un jugador sano: «No, eso de sano depende de la legislación del país», argumentó, en el culmen de lo grotesco, el señor Jiménez Losantos.

Novak Djokovic, a la postre, ha sido para los cada día más numerosos gobiernos liberticidas lo que Lola Flores fue para la Hacienda española, cuando a finales de los 80, en plena campaña contra la evasión fiscal, le reclamó 50 millones de pesetas, acusada de no haber presentado la declaración de la renta durante cuatro ejercicios. Un castigo ejemplar, un cabeza de turco, un aviso a navegantes.

Mirar de frente a quienes, con el vacuo e impreciso pretexto de la salud pública, buscan someter a los pueblos que gobiernan a través de incentivar el pánico, la hipocondría y la neurosis, no es un camino fácil. Pero es el único verdadero.

Desde luego, el miedo es libre. Lo importante es que no lo sea más que nosotros.

Rafael Ruiz Morales
Cordobés afincado en Sevilla. Licenciado en Bellas Artes y Derecho; Máster en Periodismo y Educación. Abogado de profesión, pintor por afición, comunicador por devoción. Siente España con acento del sur. Cautivado por el Bien, buscador de la Verdad, apasionado por la Belleza. Caminando.