Cuando indagamos para poder dilucidar el significado del manido término democracia tendemos a pensar que su mera mención ya se traduce en el autogobierno del pueblo que convive dentro de las fronteras de una sociedad civil. De esta manera, interiorizamos una inclinación a pensar que estamos ante un sistema cuyo fundamento y raíz es la capacidad de la sociedad para regirse a sí misma, manifestando este don a través de una separación de poderes que nos invita a creer que es la misma sociedad la que determina su suerte a través de sus representantes. Estos se manifiestan en tres poderes que teoréticamente están diferenciados, tomando el pensamiento de Montesquieu como base. Estos poderes son el legislativo, el ejecutivo y el judicial.
Desarrollado el marco teórico, la realidad de la práctica nos hace ver que la alusión al gobierno del pueblo es un oxímoron, y de ahí que cada vez sea más evidente la fractura entre la base social y las estructuras de poder del estado moderno. Sin embargo, dada la tradición liberal que la política de Occidente arrastra consigo tendemos a creer que nuestros representantes son consecuencias y prolongaciones incluso de nuestro propio ser, asumiendo la falacia de que efectivamente encarnan las pretensiones, querencias y voluntades de las masas populares. Nada más lejos de la realidad, las crisis que los estados de este lado del mundo padecen hacen que cada vez más se cuestione esta costumbre política de larga trayectoria que vino a la Historia Universal con la guillotina de la Revolución Francesa.
Toda acción democrática es concebida como buena y moralmente válida por la presunción de llevar subsumida la voluntad del pueblo, conteniendo esto dos errores que son creer esa bondad de la mayoría y asumir la voluntad popular de lo que nazca de las instituciones estatales. Esto no es así, ya que las decisiones mayoritarias pueden ser perfectamente perjudiciales y amorales, por un lado, y además que no toda acción revestida de túnicas aparentemente demócratas tiene porqué representar la voluntad popular. Este último caso queda bien explicitado en el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, quien, asumiendo una mezcla de papeles que sus veces hace de paternalista o de tirano, se mantiene en pie de guerra contra esa misma mayoría que le validó para ocupar el despacho presidencial de la antigua colonia francesa.
El escándalo internacional se ha dado cuando tanto él como su segunda de abordo han ofrecido una comparecencia para decretar medidas en las que, prescindiendo de los jueces, persiguen aplacar la rebeldía que se ha instalado en la capital canadiense de la mano del Convoy de la Libertad, un fenómeno social que hace tambalearse al régimen sanitario que Justin Trudeau ha impuesto en el país. Estas disposiciones son una serie de despropósitos que abarcan desde congelar las cuentas bancarias de manifestantes y allegados hasta suspender todo seguro que cubra riesgos de los camioneros. Además, también se ha tomado la decisión de perseguir todo tipo de operativa y transacción descentralizada como la que procede el mundo de los criptoactivos, de manera que Canadá fiscalizará todo el dinero y monitorizará todos los recursos de sus ciudadanos, erigiéndose como un leviatán que aspira no al bien común de sus ciudadanos sino a su obedecimiento y sumisión, a pesar de que la democracia no es plegarse a las arbitrariedades de un representante.
De esta manera, nos queda bien explícito cómo con la excusa del sufragio popular sufrimos en Occidente una serie de gobiernos a los que no les tiembla el pulso a la hora de decretar órdenes para someter a parte de su población o a su totalidad, como bien hemos podido constatar en España con los despropósitos de los estados de alarma. Esto refleja una realidad que con la excusa sanitaria ha llegado para quedarse: el soberano puede ser totalitario porque ha sido elegido democráticamente. Así, se permiten que prosperen dictaduras constitucionalistas a las que no se le puede poner ningún control y frente a las que nada se puede hacer salvo la desobediencia civil. Podría decirse, y esta vez sí, que son una casta que encuentran su privilegio en haber seducido la ilusión y esperanza de la ciudadanía. Sin embargo, cuando ésta despierta no se encuentra con medios directos para poder defenderse de los abusos de poder que desde el Estado nacen, especialmente desde el poder ejecutivo. Por ello, como los ciudadanos no tenemos mecanismos para fiscalizar la labor de nuestros representantes, no nos queda otro remedio que esperar a las siguientes elecciones mientras se apaciguan los ánimos.
El resultado es que el mandato popular ha pasado de ser un imperativo por el que responder a un papel en blanco que el demócrata totalitario prostituye según crea conveniente. De esta manera, queda una clase gobernante que no tiene pundonor cuando asume cargar con el desencanto popular lanzando políticas socialmente lesivas.
Atendiendo a que Justin Trudeau ha sido desde su elección vendido como el líder prototípico por el poder mediático, es de justicia rescatar que precisamente el canadiense encarna la política globalista. Un dirigente que lleva a Canadá a ser el primer firmante de toda iniciativa que se enmarque en los estándares de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, contentando las demandas que emanan de Davos. A su vez, un pueblo que sale a la calle para demandar que el apartheid sanitario finalice y, a pesar de ser miles los manifestantes, la respuesta del premier es cargar contra su pueblo con totalitarismos propios de quien se hunde con su propio barco.
La crisis desatada por la pandemia del coronavirus ha puesto sobre la mesa un nuevo tablero de juego, cambiando el paradigma que veníamos viviendo. Un nuevo escenario global en el que las contradicciones toman cuerpo, de manera que todo oxímoron es posible. Los niños pueden ser niñas y viceversa. No tendrás nada y serás feliz. Te coacciono y amenazo por tu salud. Demócratas totalitarios.