Tras el debate sobre el estado de la nación son varios los analistas y periodistas que se echan las manos a la cabeza ante el despropósito fiscal que el ejecutivo de Sánchez propone, señalando esta vez a bancos y energéticas. Más allá de las complicaciones legales suscitadas —ya que desde el punto de vista del derecho tributario el Gobierno no podría encontrar la manera de crear un nuevo impuesto—, la cúpula socialista del país señala a una vía de acción que es la que Occidente emprenderá pasado el verano de 2022. Esta es la subida progresiva y asfixiante de los impuestos, a pesar de la inflación y siempre en detrimento de una clase media bombardeada y condena a la extinción.

Es a partir del citado mes cuando veremos volar sobre nuestros tejados la amenaza de una ruina y deterioro permanente de la economía de los hogares. A pesar de que se quieran escudar en la guerra de Ucrania, con anterioridad se había estado cocinando un caldo de cultivo para la tormenta que está por desatarse. Para saber cuándo comenzó esta deriva no hay que remontarse a las medidas extraordinarias suscitadas por la pandemia coronavírica, sino que debemos retroceder más de una década y plantarnos ante la Gran Crisis Financiera, cuando las finanzas envenenaron la economía real.

En 2008 empezaría una caída escalonada de entidades bancarias como el célebre Lehman Brothers y que acabaría por reventar la burbuja inmobiliaria global que existía, trasladando sus efectos ambos actores a Europa. En España tenemos además los casos de las cajas de ahorros y los rescates bancarios, pero no somos una excepción ya que otros socios de la UE procedieron de igual manera para salvar a las instituciones que fuesen sistémicas de su economía, aquellas cuya desaparición podía comprometer la misma existencia de los mercados financieros holandeses, ingleses, franceses, etc.

Para articular tan grande salvaguarda los estados acrecentaron sus volúmenes de deuda, consiguiendo capitales pero también comprometiendo la solvencia nacional. Sería entonces cuando en Europa se desatase la segunda ola de la Gran Crisis Financiera, que fue una crisis de deuda soberana con primas de riesgo por las nubes y la amenaza de la quiebra e intervención de los hombres de negro del FMI de fondo. En esta tesitura empezaría el principio del fin cuando Mario Draghi enunció su famoso discurso aseverando de que salvaría al euro «whatever it takes». De esta manera, el Banco Central Europeo inundó de liquidez los mercados financieros nacionales imprimiendo dinero, salvando a los gobiernos de entonces y aliviando a unos inversores y ahorradores presos de un ataque de pánico. En Estados Unidos se optó por una solución análoga, y tanto la FED como la institución regida por Draghi decidieron bajar los tipos de interés —el precio del dinero— a mínimos nunca vistos, llegando a ser negativos con el paso de los años.

Con los Estados tan endeudados comenzó una fase de recuperación en la que se intentarían sanear las arcas públicas aplicando subidas fiscales y recortes, menoscabando tanto el poder adquisitivo de los ciudadanos como el Estado del Bienestar tan aplaudido en esta parte del mundo. Esta tendencia no varió demasiado con el cambio de década, llegados los años 20. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos ímprobos llevados a cabo por la clase media, el nivel de deuda pública seguía siendo muy elevado a pesar de la presión fiscal existente. Entonces llegaría la crisis pandémica con todas las implicaciones sociales, políticas y económicas que conllevó. La solución ante el parón productivo —al anestesiar a las economías con los confinamientos y medidas sanitarias— sería acudir nuevamente al Banco Central Europeo, ahora capitaneado por Cristine Lagarde. La escapatoria para la encrucijada se repetiría y otra vez se activaría la palanca de la liquidez, haciendo posible que el mercado se inundara de euros para aliviar las necesidades ciudadanas. En Estados Unidos se procedió de igual manera a través de la FED. Mientras tanto, el dinero emitido era entregado a los diferentes países en forma de más deuda pública.

En escasamente doce años el mundo sufrió dos shocks traumáticos que cortaron en seco un ciclo de crecimiento que empezaría tras la Segunda Guerra Mundial y que se iría enfriando paulatinamente. Este ciclo lo capitaneaba Estados Unidos, el imperio de nuestra época. En cambio, a partir del tablero que deja la pandemia se puede apreciar un cambio de tendencia que entrará en una nueva fase a partir de otoño de 2022. El exceso de liquidez como consecuencia de las crisis recientes y la aparición de impuestos que afectan al precio de la luz como los derechos de emisión de CO2, unidos a la escasez de gas que la guerra en Ucrania causa; dibujan una inflación que preocupa a economistas y analistas debido a que anticipan una recesión severa.

Solo hay dos maneras de atajar la inflación. Por un lado está la destrucción de la propia moneda para crear otra nueva, como antaño ocurriese en Hungría con el pengö o en la República de Weimar con el Papiermark. Sin embargo, esto no solventaría la problemática del sobreendeudamiento de las naciones y los costes energéticos por el cambio de modelo energético (a uno más sostenible) junto a las sanciones rusas. Por otro lado está el subir los tipos de interés, hacer que el dinero cueste y tenga más valor. Esta es la ruta seguida por los países y lleva a que la gigantesca deuda aumente más si cabe al repreciarse los montos que se debían, teniendo que pagar más intereses. De ahí que de aquí en adelante se empiece otro ciclo fiscal en el que se ataque toda actividad económica de los ciudadanos, aunque sea el mismo ahorro. Y como ya pasara en 2012, los impuestos llegan para quedarse, menguando unos bolsillos de los individuos que ya sufren el deterioro en el poder adquisitivo que supone la inflación.

Al subir los tipos para suavizar la inflación los estados persiguen una recesión, más o menos duradera en el tiempo, para corregir precios aunque ello suponga un incremento del desempleo. Para encontrar un caso de inflación tan elevado análogo al actual habría que remontarse a finales de los 70 e inicios de los 80 cuando las políticas restrictivas de la OPEP desataron tasas de inflación que ascendieron hasta un máximo del 14,5%. Para atajar el problema, Paul Volcker (gobernador de la FED) hizo una intentona de subir tipos de interés al 9,5% en el verano de 1980, dejando la medida operativa durante unos meses para contener la inflación. Sin embargo, esta continuó a niveles en torno al 10%. Para escapar de la espiral en la que Estados Unidos estaba atrapado y, con él, el resto de Occidente, Volcker disparó los tipos de interés hasta el 20%, bajando entonces la inflación a tasas inferiores al 5% pero generando un desempleo superior al 10%, algo inédito en Estados Unidos. Sin embargo, la dramática vía de Volcker ahora no puede tomarse debido a que el sobrendeudamiento de las naciones lo imposibilita. ¿Hay acaso solución?

Todo apunta a que experimentamos un cambio de liderazgo geoeconómico global, con una potencia que deja de ser cabeza del mundo junto con sus satrapías. El nivel de dinero en circulación hace que el valor real del dólar como divisa de referencia quede en entredicho, abocando a los países occidentales al colapso económico. Estudiando los ciclos históricos tiene sentido que sea así, debido a que el periodo en el que la economía real se expandiese hace tiempo que tocó su fin para Estados Unidos. Con la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, el país norteamericano (y sus colonias europeas) entraron en una fase de estabilización económica, apostando por el sector servicios, mientras que la fuerza productiva se trasladó a países emergentes como China, con capacidad de crecimiento real y con una base humana y política lo suficientemente fuerte para crear una moneda cuyo respaldo fuesen bienes y materias primas y no tanto la especulación y relativización financiera que el capitalismo financiero extendió a partir de los noventa.

Las tensiones bélicas que surgen ahora en el tablero geopolítico son consecuencia inmediata de este cambio de tendencia. Las riendas económicas las quiere llevar China desde hace una década, motivo por el cual la administración de Trump desarrolló políticas arancelarias de cara a hacerle la guerra comercial al país asiático, ya que es en la producción y exportación de bienes donde éste es fuerte. Los socios de los orientales han sabido leer este cambio de tendencia y lo que vemos ahora en Ucrania es solo una consecuencia inevitable del relevo a la hora de ser protagonistas de una época. Rusia choca con Ucrania no porque Putin se vuelva loco sino porque sabe que un movimiento así apenas le dañará económicamente y está respaldado por la próxima Roma, es decir, China. La OTAN no necesita tampoco poner misiles cerca de Rusia para amedrentar a la anciana nación, sino que hace estas exhibiciones militares para recordarles a los orientales que los cambios históricos se saldan a base de guerras, el último escalón del deterioro económico.

Por todo ello, que Pedro Sánchez anuncie unas medidas u otras no va a cambiar el sino de España ya que hace tiempo que éste es el mismo destino que corra Estados Unidos y las entidades supranacionales por él auspiciadas (como la ONU o el Fondo Monetario Internacional). Occidente ha llegado a un momento de colapso, incapaz de llevar las riendas del caballo, debe saber entregárselas a otros mientras se centra en arreglar aquellas incógnitas morales, humanas y sociales que le hicieron creer en el «fin de la historia» (como decía Fukuyama) y ante este final, se dedicaron no a labrar responsablemente un mañana que dejar a sus hijos sino a despilfarrar la herencia de sus padres.

Ricardo Martín de Almagro
Economista y escritor. Tras graduarse en Derecho y Administración de Empresas, se especializó en mercados, finanzas internacionales y el sector bancario. Compagina su actividad profesional con el mundo de la literatura. Actualmente se dedica al análisis y asesoramiento de riesgos económicos y financieros.