Llevo unos días tarareando eso de que «el amor es un milagro y que importa sólo a dos» de Revólver. Hasta que me he dado cuenta de que es «que el amor es un misterio» de Luz Casal. Tanto da. No haré la cursilada de decir que me uno a la conversación —la nueva manera de justificar que nadie le ha dado vela en este entierro a uno— de Cuca Gamarra, y continuada por Máiquez, porque por un lado estoy segura de que Cuca desearía no haber dado pie a nada y porque la «conversación» resulta ser mi discurso interior desde que descubrí que casi todo lo demás me daba igual.

Será la vocación —lo que calienta el corazón— o la constatación de que cualquier reconocimiento por vaya usted a saber qué texto o qué actividad profesional me la trae un poco al pairo, pero el caso es que lo del amor lo tengo por la única Arcadia. El principio del fin de la soledad, el Calippo de limón después de una calada a un pitillo, el último baño de la temporada, el Matsu que ha esperado su ocasión, la primera hoja del otoño en las calles, las berenjenas a la parmesana en Toscana, el ascensor en la universidad.

Al fin y al cabo, eso, escribir, publicar selfies, asumir una portavocía política, cocinar, meter la pata o hacer declaraciones de dudosa consistencia intelectual también lo hacemos para que nos quieran. Y que conste que no pasa nada por tener otras metas, pero la mía es el roce de su piel.

Gamarra, portavoz del Grupo Popular en el Congreso, ha explicado recientemente a la prensa que piensa que su soltería se debe al temor que infunde una mujer con poder a los hombres.

Cita Enrique García-Máiquez al respecto el poema Nocturno de Chesterton: «Las estrellas, ¡millones de ellas!, brillan / y nadie más que Dios sabe su número. / Pero una sola, ¡ella!, fue escogida / aun antes de nacer para mí sólo. / ¿Cómo puede encontrar alguien su amor / y no volverse loco?».

Lo veo y subo a Camilo, una especie de quinqui (por ir hasta las cejas de quincalla) que en dos videoclips —uno en un chalet con piscina que haría las delicias de @aparachiqui y los que se han unido a la conversación de los PAUs, y otro entre la colada tendida en lo que parece ser un asentamiento—, canta certeramente: «¿Por qué yo si en este mundo hay millones? ¿Por qué yo si tienes tantas opciones?»

Ambos escritores —dejo fuera a Camilo que creo que aún está un poco verde— nos quieren hacer ver la excepcionalidad del encuentro, que no dudan en calificar de milagro. Quizá la reflexión de Gamarra se presta a una cierta condescendencia al advertirle que todo es gracia, que no hay nada malo en ella y que no hay culpables en esto de la soltería. Ni con taras ni tan cucas.

Decía un amigo, cincuentón y soltero recalcitrante, que para tener el 90% de los matrimonios que conoce prefiere no tener nada. Como ven, desde todas las trincheras se puede ejercer la caridad y la compasión.

A mí me da la impresión de que el milagro está un paso más adelante. Enamorarse es relativamente sencillo. La mayoría cumplimos unos ciertos estándares intelectuales, estéticos y espirituales que no necesitan de almas especialmente elevadas para entrarles por el ojo. Ese ojo que, precisamente, al fijarse en nosotros nos dota de la excepcionalidad que no tenemos. Estamos llenos de dioses, al modo platónico, porque nos han mirado y no al revés.

Así pues, el verdadero milagro es quedarse. El milagro no es encontrarse ni reconocerse. Es dar el paso al frente, salir del cuerpo cansado que somos y la mente bombardeada por estímulos que impiden reposar en otra alma igual de rota. Apostar a pérdidas. Desconectar el móvil después de la cena, acostarse a la vez, leer los tres mejores artículos del día en voz alta en la cama, tener los mismos enemigos, decir «apaga tú». Que la soledad deje de tener el sabor metálico de las benzodiacepinas. Brindar por las derrotas y preñar(se) de Victorias.

La búsqueda, como si fuera metadona, del bienestar personal, y el ego lo ponen muy difícil. El ensimismamiento que sabotea al entusiasmo, a la manera entregada de habitar al otro, imposibilita que una vez acabado el show —cuando termina la música, se deshinchan los globos, la dopamina se relaja y el estómago ya no se encoge— la voluntad se haga cargo del percal.

Cuando decides a quién quieres enseñar tus heridas que creías incurables, como decía Prada, ya no valen empoderamientos, dones, belleza física, textos sublimes. Ni erótica del poder, ni reina del baile. Tan sólo quedan dos almas frente a frente que se muestran miserias y deciden no traicionarlas.

Lo verdaderamente inaudito es que alguien guarde lealmente todos tus secretos, de ahí la devastación de la ruptura. No sólo se va él sino que se lleva a otra parte tus debilidades, tus rarezas, los borbotones de sangre que manan del desgarro y tus rincones oscuros. Hay que elegir muy bien también con quién se rompe. A saber por dónde desperdiga tu despiece. Debería ser obligatorio tener una crisis profunda en el noviazgo. Vivir el momento en el que los no puedo vivir sin ti, no hay manera se transforman en palabras graves. En el que quien nunca te haría daño, te hace jirones. Cuando se van las ganas / cuando más falta hacen, por seguir parafraseando a pensadores de nuestro tiempo. A C. Tangana el honor.

Y justo es en ese momento cuando acontecen milagros. Cuando, atenuada la mirada que nos confería un fulgor especial, apaciguadas las ganas, constatada nuestra naturaleza humana e imperfecta por parte de quien nos había divinizado, alguien decide entregarse. Salir de sí mismo, determinar que va con todo, acompañar en el naufragio y que, a cambio, sólo te pide lo mismo.

Es ahí, Cuca. Es ahí donde todos somos simples seres humanos y dignos de ser amados.