La reacción de cabreo y el revuelo ocasionado a propósito de la decisión de Ernest Urtasun de eliminar el Premio Nacional dedicado a la Tauromaquia nos alcanza precisamente en un momento en el que a la gente joven le ha dado por volver a ir a los toros. Sólo hay que observar la media de asistencia y edad en los últimos festejos de la actual feria de San Isidro de Madrid. Aquel plan que fue moda a finales de los ochenta en pleno felipisimo, con los Gabinete Caligari matando la resaca en la andanada de empalme del Rock-Ola viendo toros de Baltasar Ibán se ha vuelto a hacer tendencia entre grupos de chavales —no todos, pero es una constante— algo más dados a las tardes de sábado en la calle Ponzano y a los afterworks lobitos de Almagro.
Es evidente que durante el mes de mayo en Las Ventas se mueve ambiente, tontería y novedad y las tardes suaves y agradables encuentran, en el mejor de los casos, su atractivo en los olores, tendidos y bares de la zona —llegando en ocasiones a extremos tan escalofriantes como el de la instalación de una discomóvil para el final del festejo en los pasillos interiores de la Puerta Grande de la plaza—.
La última tontería del ministro ha mosqueado a mucho aficionado, pero también a las fuerzas vivas del tema. Los taurinos —entiéndase taurino a partir de este momento como actor con parcela importante de poder dentro del esquema organizativo de la Fiesta de los toros, empleado a veces en tono un poco peyorativo por los aficionados sufridores a esta— han vuelto a verle las orejas a un lobo que es censor, liberticida y de muy poca biblioteca, y mientras hacen por darle frente no paran de recodarnos el peligro que supone esta oleada de falso animalismo para el futuro de la Fiesta en particular y para nuestra forma de vida conocida en general —con predicciones bien fundamentadas—. En esas, y con la moda que ha llevado a que la gente guapa de Madrid vea un festejo de San Isidro como algo instagrameable, habría que detenerse en los efectos inmediatos que pueden tener en la Fiesta dichos acontecimientos, tanto los que vienen de un lado como los del otro.
Hace unas semanas, se celebró la Feria del Aficionado del Club 3 Puyazos en San Agustín de Guadalix —un oasis que ya es objeto de peregrinación por una selecta minoría de aficionados— , en la que se lidió una corrida de Dolores Aguirre que salió además de guapa, entretenida y encastada. Urtasun no tiene ni idea de lo que es un Dolores Aguirre ni tampoco conoce el significado del término encastada. El nuevo aficionado que invita a la niña de la universidad a La Tienta y luego se la lleva a Las Ventas sin más pretensiones que las de disfrutar un rato —faltaba que no pudiese hacerlo— tampoco tiene porque saberlo. El que conoce de dichas cuestiones y sabe del motivo de peregrinación de ciertos aficionados al exilio de cuatro plazas perdidas es el taurino, quién hoy tan asustado advierte a la afición, aprovechando tonterías como la del ministro, de la ola prohibicionista y censora que una parte de la izquierda postmoderna ha desplegado en contra de las corridas de toros.
Decía más arriba que las predicciones que manejan los taurinos en torno al futuro de la Fiesta de caer en manos de ciertos sectores están bien fundamentadas, pero esquivan estos en su relato y defensa un elemento fundamental. A día de hoy, quién siga las distintas ferias de temporada del país lo sabrá, la tauromaquia apoyada y fundamentada en la integridad del toro bravo, en su variedad de lidias, en su emoción violenta e impredecible o incluso en su toreo más clásico y puro —una tauromaquia a efectos prácticos más atractiva y entretenida— está siendo relegada o silenciada en aras de un espectáculo donde prima lo escénico y artístico, algo más superficial, que queda materializado en faenas interminables de muleta con mucha pose dónde lo menos relevante acaba siendo el toro que se lidia, quedando este de mero —y a veces triste— instrumento para el desarrollo del espectáculo y triunfo a la postre de los toreros.
En espejos como el del Club 3 Puyazos o la Francia de Vic o Ceret, en las corridas de ganaderías de diferentes encastes y en las actuaciones de los toreros frente a ellas, los taurinos podrían encontrar motivos suficientes no sólo para blindar y reforzar una Fiesta que es primigenia, genuina y, cuando no sonroja, heroica, sino para atraer a más público todavía a las plazas, pero por algo que quizás se nos escapa no les termina de interesar.
Isabel Lipperheide Aguirre, ganadera Dolores Aguirre, en manos de su mayoral Fernando Pizarro (al que sacaron a saludar en San Agustín de Guadalix) conserva en la sierra norte de Sevilla un paraíso en forma de dehesa —quién estuvo allí lo sabe— dónde pastan en el ancho verde los toros guapos y atanasios de su madre al margen y al olvido, como tantos otros hierros, de los animalistas y de los taurinos. La historia y el legado de Dolores Aguirre —además de su visión y concepto de lo que debe ser un toro de lidia en una plaza— o también la de los chicos madrileños de Baltasar Iban, que ya veía Jaime Urrutia desde el tendido poco antes de forjarse la leyenda de Bastonito, serían buenos temas para romper el hielo entre los chavales que van a ir a parar este San Isidro a Las Ventas a pelar la pava, pero no será.
Lo que es un hecho es que el enfoque del toro fiero y encastado, el que emociona y vende cara su vida, el que ennoblece el oficio de matador y consigue que se saque pecho con orgullo de una de las aficiones más nuestras y entrañables, está en desuso y cuestionado por parte de los propios dueños del sector. Los mismos que se asustan de las tonterías y ocurrencias de un ministro que será historia en unos meses. Habría que darle una vuelta.