Volverán los hombres secuestrados

Por cada capítulo de Machos Alfa que veo, necesito una tanda de media hora de anuncios de ginebra de los 90 en YouTube. Y eso que la serie no es lo peor que podía pasarnos; el guión es inteligente a ratos, tiene ritmo y, qué duda cabe, puede que represente a una España. No es mi misión la critica televisiva —para eso existe Alberto Nahum—, si acaso, alertar de su trampa antropo-sociológica.

Por ir al trazo grueso: En Machos Alfa lo llaman «masculinidad» (a veces se matiza con el tan de moda «tóxica») cuando quieren decir «gañanería».Es una amalgama que funciona para el delirio progresista. Ante la obviedad de comportamientos rudos, frívolos, inconstantes, primarios o poco civilizados, la solución es clara: hay que deconstruir al hombre. Derribar sus cimientos, darle la vuelta como a un calcetín, reeducarlo, insertarle las características del gineceo, despojarlo de cualquier atisbo de papel biológico y devolverlo inoperante a una sociedad feminizada.

El periodista y político francés Éric Zemmour explica que la palabra «machista» es el gran hallazgo lingüístico de las feministas de los setenta. Bastó una sola palabra para transformar, automáticamente, a todos los hombres en acusados. Una sola palabra, y la guerra lingüística estaba ganada.

Así pues, primero viene la acusación, después la igualdad. Una igualdad espuria, tramposa de nuevo. Derivada de los grandes principios de la humanidad que abogan por la indiferenciación. No hay hombres y mujeres, sólo seres humanos «iguales, a la fuerza iguales, más que iguales, idénticos».

En un segundo tiempo, esa igualdad va mutando, se escora. Se evidencia la superioridad de los valores femeninos frente a los masculinos: «La dulzura sobre la fuerza, el dialogo sobre la autoridad, la tolerancia sobre la violencia, la precaución sobre el riesgo». La sociedad, en ese momento, sugiere al hombre que supere sus instintos arcaicos, que fulmine al macho y busque su feminidad interior. Con una buena voluntad desconcertante, malsana, los hombres hacen todo lo que pueden para realizar este ambicioso programa: «Convertirse en una mujer como las demás» escribe Zemmour y guionizan en Machos Alfa.

No por estar ya un poco sobados dejan de ser aspiracionales los anuncios televisivos a los que me refería al comienzo. La publicidad de bebidas espirituosas apelaba en aquellos años a la celebración de lo que éramos. Tanta vida por vivir. Mujeres y hombres de belleza clásica y elegancia innata retozaban en la arena de playas blancas, exhibían cuerpos sexuados, que no sexualizados con plástico, bailaban en fiestas, brindaban en las puestas de sol, se comprometían y se casaban, practicaban deportes glamurosos, gozaban con la camaradería y sobre todo, sobre todo, lo hacían con música de verdad de fondo. Esto, en lo estético. En lo espiritual, había una clara exaltación de virtudes «típicamente masculinas», festejadísimas por la bancada femenina. A saber: el honor, la caballerosidad, la integridad, el esfuerzo y el desprecio por la fanfarronería.

«Si quieres saber de qué está hecho un hombre, mira cómo trata a la persona que lo atiende» decían con voz grave y una cuidadísima estética de bar (que ya les adelanto no estaba en Malasaña) en uno de esos comerciales que, como un falso profeta, nos prometió que volvían los caballeros.

Los caballeros no han vuelto porque la crisis de masculinidad les tiene secuestrados. Pero servidora —nomen est omen— ha venido a La Iberia a contarles que hay esperanza.

Una querida amiga me explicó hace unas semanas que en la presentación de un libro había desvirtualizado a un par de tuiteros. Ambos se habían presentado besándole la mano. Ayer mismo me confesó entre risas: «Todavía no me he recuperado de la galantería». Lo contaba —sexagenaria y casada— con voz tintineante, con mejillas encendidas que daban calor a través del teléfono. Pues claro que sí.

Hace unas semanas me contactó el responsable de una institución educativa para invitarme a un par de actos. El hecho entra dentro de lo cotidiano, sin más. La realidad es que, un simple mensaje me llevó a  volver la cabeza como sólo lo hice en 2007 cuando David Gandy se tiró desde un acantilado de los Faraglioni. No me malinterpreten, me han escrito con el mismo cuidado algunas mujeres para eventos similares (un saludo a Sara del Toro TV, María Luengo, Paula Ciordia y Paula de las Heras, impecables en el trato) pero yo, heterobásica, me quedé unos días a vivir en el mensaje de ese señor.

Si nos dejamos de milongas contemporáneas, así es cómo queremos ser tratadas. Si nos dan a elegir, los preferimos caballerosos en lo escénico, en la epidermis, en lo fenotípico. Y nobles, íntegros, con recia arquitectura en el core.

La jugada maestra de la deconstrucción pilla con el pie cambiado a lo ontológico, a la esencia femenina, que tarde o temprano, se revolverá, pedirá la hoja de reclamaciones y el reembolso del hombre-sucedáneo. Demandará que vuelvan los caballeros.

Sin embargo, hay que tener claro cuál es el revulsivo. Porque la crisis de caballerosidad no se da sin una previa de masculinidad, y, desgraciadamente, ésta no acontece sin otra de feminidad. El valor de una mujer no se impone con políticas absurdas de paridad, con empoderamiento de chichinabo ni feminizando al hombre. Es tan simple como permitirles tratarnos como lo que somos, lo más preciado de la humanidad. Un bien a salvar primero en caso de peligro. Una complementariedad cuya coexistencia nos permite a ambos el pleno desarrollo. Las generaciones más jóvenes, desconcertadas porque algo no les cuadra, están deseando que así sea.