Hoy se cumplen exactamente seis meses del asalto al Capitolio de Washington que, sin encontrar oposición, sepultó las opciones de Donald Trump de quedarse en la Casa Blanca y, de paso, sirivió para que políticos y periodistas erosionaran un poco más la asediada democracia estadounidense. La gran cancelación. Una noche del fuego. La purga civil del presidente y sus seguidores, es decir del pensamiento de la mayoría de los estadounidenses, por medio de un montaje que se llevó por delante la vida de cinco personas.

Medio año que no ha ayudado a evitar que aquel suceso permanezca en buena parte ocultado por los grandes medios de comunicación, a la espera de una narrativa oficial que repetir y retorcer, proximamente emitida por la comisión parlamentaria que encabeza Nancy Pelosi. ¿Cuándo? Cuando interese. Y no precisamente para resolver las muertes y mentiras que el 6 de enero se sucedieron en la sede del poder Legislativo federal de los Estados Unidos ante los ojos de todo el país y medio mundo, que vio atónito, con el tamiz de unas televisiones nada imparciales, la bochornosa performance de unos tíos raros liderados por un actor de quinta vestido de Jedediah Springfield.

Tras el show, la fuerza. El despliegue de miles de militares armados por buena parte de la ciudad, obligados a dormir en cualquier lugar durante los primeros días, recolocados en hoteles en las semanas posteriores. La capital de los Estados Unidos sitiada con el silencio del mainstream mediático. Los edificios en los que residen los poderes de la democracia estadounidense rodeados de kilométricos perímetros de seguridad, formados por vallas, barreras, alambre de espinos, invariables en longitud y armamento hasta hace poco, cuando algunas medidas de seguridad comenzaron a relajarse parcialmente.

Meses antes, alrededor de la Casa Blanca, sede del poder Ejecutivo, se levantó un sistema de vallas que en parte sigue todavía en pie. Fue en pleno apogeo de la violencia en el país, cuando la misma alcaldesa de Washington ―en la ciudad no hay ni un concejal republicano― que pedía a sus vecinos no salir de casa por el virus, premió a los manifestantes renombrando el tramo de la calle 16 más cercano a la residencia presidencial como Black Lives Matter Plaza. Desde entonces, ahí mismo, a 100 metros del despacho oval, los bloques de hormigón son tan parte del paisaje como en Gaza o Siria.

Demasiado tiempo de unas medidas despóticas y propagandísticas que, de haber sido tomadas por la anterior administración, habrían encontrado una respuesta implacable por parte de los mismos que ahora miran para otro lado. Una ciudad envilecida donde sólo cabe una forma de pensar, más peligrosa y sucia, en la que el miedo y el odio son cada día más habituales. Tanto como las vallas y las alambradas.