Se cumplen 20 años desde, hasta ahora, mi única visita a Cuba. Mi estadía, que se prolongó por algo más de cuatro meses, transcurrió entre hermosas caribeñas, bastante ron, preciosas playas y mucha miseria. Fue esto último que marcó mi interés por conocer las causas de la pobreza de los cubanos, pues en mi cabeza no entraba la propaganda oficial, esa que hace énfasis en el «bloqueo» y el «imperialismo».
Con el tiempo descubrí que para desmontar los mitos y sofismas que Fidel Castro y sus panegiristas han montado sobre Cuba no hay nada mejor que leer a los propios amigotes y simpatizantes del tirano, por ejemplo a Manuel Vázquez Montalbán.
En 1998, luego de la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba, Vázquez Montalbán publicó su libro: Y Dios entró en La Habana. En sus más de 700 páginas, el trabajo describe las paupérrimas condiciones de vida de los cubanos, los lujos de la nomenclatura castrista y, aunque lo hace sin querer, el talante autoritario y dictatorial de Fidel. Paradójicamente, el autor no usa ni una sola vez la palabra dictadura en todo el escrito, las razones quedaron para siempre en el interior de su conciencia.
En el primer capítulo, destinado a mostrar la belleza de La Habana, Vázquez Montalbán admite que las construcciones más hermosas y vanguardistas de la ciudad fueron realizadas en las épocas anteriores a la Revolución. Por ejemplo, en 1911, el ingeniero y urbanista Luis Morales y Pedroso proyectó la urbanización del reparto Miramar con algunos elementos similares a la ciudad de Nueva York, como las dimensiones de las manzanas que miden 100 x 200 metros y la Quinta Avenida, con igual nombre que la famosa avenida de la isla Manhattan.
En Miramar se construyeron numerosas playas artificiales, las llamadas Playas del Oeste de La Habana, que pertenecían a clubes privados. Uno de los primeros clubes sociales fundados en esta urbanización fue el Habana Yacht Club (HYC 1886).
Sin embargo, luego del triunfo de Fidel Castro, se aplicó el plan de «democratización» de las viviendas, básicamente, se dio el permiso de asaltar propiedades privadas, y las grandes construcciones pasaron a ser propiedad del «pueblo». Empero, luego de más de seis décadas de tiranía socialista, La Habana se cae a pedazos y con excepción de las casas habitadas por los altos miembros de la dictadura el resto de la ciudad está convertida en un basurero. En resumen, el comunismo destruyó lo que personas visionarias, entre ellas, Julio Lobo, El Rey del Azúcar, habían construido.
En los capítulos 2 y 3, el autor nos da un pantallazo de la realidad de la economía cubana luego de la desaparición de la URSS, eso que Castro bautizó como Periodo Especial. La elevada inflación, la carencia de productos básicos y la desnutrición crónica afectaban a gran parte de la población de la isla.
En tan dramático contexto, los economistas Rafael Hernández, Julio Carranza y Hugo Azcuy, quienes pertenecían a el Centro de Estudios Avanzados (CEA), presentaron un plan económico que proponía liberalizar sectores, entre ellos, la producción de alimentos, permitir la propiedad privada para la agricultura familiar y abrir el país a la Inversión Extranjera. Obviamente, tan atrevido proyecto puso intranquilo a los sectores más ortodoxos del castrismo, puesto que significaba admitir que la planificación central de la economía había fracasado, como tantas veces en la historia de la humanidad.
Pero la respuesta no fueron argumentos en contra, sino censura, porque se acusó al CEA de ser el promotor de ideas antirrevolucionarias, incluso, como el propio Vázquez Montalbán lo escribió en el libro, muchas de las investigaciones y tesis desarrolladas fueron destruidas por orden directa de Raúl Castro. Nada ni nadie podía oponerse al control total que Fidel y sus bandoleros ejercían sobre la isla.
Fue en esa época que el aparato marketinero dictatorial empezó a usar el eufemismo de «pobreza digna» como recurso para mitigar los ánimos y el hambre de los cubanos. Además, sin prensa independiente, ya que en Cuba no existe periodismo, sino publicidad del régimen, los hambrientos rehenes del castrismo no tuvieron otra que aceptar su miseria como una prueba más de su adhesión a la revolución que «tanto» les había dado, la situación se puede resumir en algo así: o te mueres de hambre como un auténtico revolucionario, o eres un maldito gusano proimperialista.
Pero, sin lugar a duda, la visita a Cuba del Papa Juan Pablo II le brindó a Fidel Castro el mejor recurso publicitario para oxigenar, por lo menos a nivel de imagen, su decadente revolución, porque le permitió mostrar a las democracias occidentales unos supuestos cambios, que nunca llegaron, y apostar por contar con el apoyo del Vaticano, en especial de su estructura diplomática, para limpiar ante el mundo su imagen de dictador.
Si bien el plan fracasó con Juan Pablo II, fue con el actual Papa Francisco cuando el régimen castrista se salió con la suya, debido a que Francisco no apoyó, únicamente, a la tiranía cubana, sino a todas las dictaduras del Socialismo del Siglo XXI, no obstante, eso es motivo de otra columna.
En conclusión, La Habana dejó de ser una de las ciudades más desarrolladas de Hispanoamérica y la capital del azúcar para convertirse en el cuartel general del crimen transnacional y testigo silencioso de una tiranía.