Si bien los niños apenas ven ya la tele, no está de más advertirlo: la que se les ofrece es mala de solemnidad, sin importar que haya sopetecientas cadenas. No quisiera comentar todo de esa charca, sino específicamente cómo se les presentan hogares y barrios, vale decir, sus modelos de polis, y lo que más tiene que ver con eso: a sus conciudadanos y progenitores.
La mayoría de los programas emitidos muestran a los padres como idiotas integrales, y además como sistemáticamente ausentes. La línea, inaugurada por Los Simpson y culminada por El asombroso mundo de Gumball, muestra a los padres como seres histéricos y derrotados que darían lo que fueran por ser niños de nuevo. Un adulto, entiende el niño, es un niño fallido, y toda responsabilidad supone una cárcel. En cuanto a sus comunidades, virtualmente no existen, como no sean sus tribus jóvenes o una especie de hipermercado global tan comercial como difuso. En Gumball hay familias, por supuesto: todas más o menos disfuncionales, siendo las relaciones entre ellas de competencia y recelo.
Mi generación —que todavía no es antediluviana; soy un padre y no un abuelo— creció con programas como Barrio Sésamo. Barrio Sésamo era eso, un barrio: una versión de una comunidad integrada en la que había fines compartidos, convivencia activa, un bien común. Se escenificaban vivencias comunes y la conciencia de pertenecer a un todo, y eran por tanto una invitación a la solidaridad y a la polis. A edades decisivas, los televidentes de entonces comprendíamos que no se llega muy lejos cuando se camina solo, y que hay fines comunes que coexisten con el interés propio y hacen de la vida algo más grande y digno. Nos familiarizábamos, en definitiva y en palabras de Patrick Deneen en Cambio de régimen, con «los bienes centrales de la familia, la comunidad, el buen trabajo, una red de seguridad social equitativa que apoye estos bienes, restricciones al poder corporativo, una cultura que preserve y fomente el orden y la continuidad». Sentados frente al televisor recibíamos nuestras primeras lecciones de política, pero de política sin colores ni consignas, de política de veras: éramos educados en la urbanidad, puerta de entrada a la ciudadanía.
En unos pocos años le hemos dado la vuelta a la tortilla, permitiendo que la dieta televisiva básica de los más pequeños esté plagada de concursos que animan a la competitividad individual, por ejemplo. Pasar de la Gallina Caponata, de Espinete y Chema a los concursantes de Master Chef Junior altera el paisaje de valores de un modo que apenas comprendemos, a juzgar por lo poco que nos molesta. Asumimos con una bárbara dejadez que es así como ha de ser su mundo, porque así es ya todo el mundo: un erial civil en el que todo lo común se reduce a lo emotivo y la autoridad es siempre grotesca. Los niños ya no se exponen a vivencias comunales, sino a parodias en cadena de la sociedad y a ráfagas emotivas de euforia y tristeza.
Centrémonos en los concursos de talentos, esa plaga moderna. Que todo lo bien que te vaya en la vida depende de tu esfuerzo y tu talento es, uno, una valiosa verdad individual, y dos, una peligrosa mentira social. Colocándonos a todos en fila india y enseñándonos que «sólo puede quedar uno» (el leitmotiv de la película Los Inmortales) se nos quiebra como conjunto armónico. Escamoteando a nuestros hijos la existencia del barrio los abocamos a una asepsia civil que no sólo es falsa, sino también preludio de algo terrible, unos futuros Juegos del hambre —ese contest definitivo— donde recuperar la entraña civil sólo sea posible a través de muchas muertes y nuevos héroes. Lo cierto es que la mejor sociedad sería aquella en la que no hicieran falta mártires; no debemos enseñarles que a ello, sin remisión, nos encaminamos.
Hay un añadido que remacha el mensaje: todo lo que se refiere al desempeño es en definitiva una cuestión emotiva, es cuestión de quererlo. Si de cantar se trata (La voz Kids y otros engendros), el asunto no son los años de conservatorio ni el empeño constante ni cualquier otra inversión a la larga para construir capacidad y orgullo de oficio, sino transmitir. Y, sobre todo, emocionar a la audiencia, no con el arte mismo —los niños, por lo general, desafinan a muerte—, sino con el drama personal, la lacrimogenia, toda esa sobreactuada parafernalia. Los llamamos talent shows; con sus gotas de talent y sus toneladas de show son poco más que concursos de espontaneidad. Por lo demás, sometiendo a los chavales a una presión infame, a un escrutinio innecesario por temprano y volátil, es seguro que recabarás una dosis copiosa de llantos. Las audiencias dictan que el espectador espera el arrebol y el moco, antes que la afinación o la melodía; pero es porque hemos dejado que en ello se las entrenase.
La solidaridad y la existencia de un bien común no son opciones partidistas, sino antropológicas. Naturalizar a los pequeños en esa socialidad es de primero de educación democrática. La idea de un barrio funcional lleno de prójimos no remite a esta o aquella opción política, es nuclear a nuestro sistema de convivencia. Como explica Martha Nussbaum en Emociones políticas, «la cuidadosa neutralidad que un Estado liberal observa —y debe observar— en materia de religión y doctrinas comprehensivas no es extensiva a los fundamentos de su propia concepción de la justicia (fundamentos tales como la igual valía de todos los ciudadanos y ciudadanas, la importancia de determinados derechos fundamentales y el rechazo de diversas formas de discriminación y jerarquía)».
Ocurre, además —la autora lo refleja en su libro—, que sólo preocupándonos en educar a nuestros hijos en la persecución de objetivos compartidos (y esto no es el empresarial «hacer equipo», sino el político «hacer democracia») lograremos que el concepto cuaje y perdure. Demasiado bien sabemos que la democracia no es una práctica que brille en el mundo entero; y ya empezamos a vislumbrar el verdadero precio que habría que pagar por permitir que se apagase. También llevamos unos años de gobierno con deje autocrático y socavamiento a machamartillo de las instituciones: más nos vale ponernos las pilas para mostrar a los menores realidades alternativas y mejores.
Barrio Sésamo no dejaba de ser un barrio obrero; de cuando los obreros eran clase media, para ser exactos, esa clase que empieza a estar en serio peligro de extinción. Lo cierto es que, sin barrios, ni país tenemos: entramos en una pseudocomunidad digital y perdemos el pulso de nuestra nación, nuestra ciudad, nuestro real medio. En Barrio Sésamo hay carpinteros, panaderos, gente que arregla cosas, y hay policías y bomberos que hasta dan los buenos días y se preocupan por que la buena vecindad prolifere. «Preparamos a los jóvenes para la vida más allá de la aldea no cerrándoles las puertas del mundo, sino preparándolos para llevar los valores y verdades aprendidos en sus familias y comunidades a la nación y al mundo en general», escribe Deneen en su texto, «y, esperamos, infundiendo en esos lugares un ethos de cuidado y compromiso que trascienda las generaciones». A eso es a lo que debemos retornar, empezando por nuestros televisores.
La idea, al parecer, es ir preparando al personal para que cuando crezca le cuadren las versiones seniors de los chef contest y «las operaciones para triunfar» y los «grandes hermanos» y el resto de las luchas a muerte en OK Corral que les esperan; que todos nos acostumbremos a esa distópica realidad en la que todos estamos contra todos y no hay posibilidad de cuidarnos e importarnos. Me parece tan mala idea que abogaría por una nueva versión de Barrio Sésamo en la que, para sorprender a los niños con un mundo nuevo y cálido, la gente se saludase y se mirase a la cara, en vez de estar cada cual a su respectivo smartphone y mirándose de reojo, como se mira a un competidor acérrimo.