«¿Por qué el mundo es tan distinto de lo que imaginamos?», se pregunta el taiwanés Edward Yang en la última película que hizo antes de morir, Yi Yi (2000), por boca de uno de sus personajes. Ting-ting, una niña recién entrada en la adolescencia, le hace la pregunta a su abuela materna, descansando por fin en su regazo después de un año en el que apenas consigue dormir. Viene sufriendo el carrusel de emociones propio de su edad, dramático desamor incluido, pero lo que le ha quitado el sueño es sentirse responsable del accidente que ha dejado en coma precisamente a su abuela. Cuando por fin se libera de la culpa, a Ting-Ting sólo le queda preguntarse por qué el mundo desilusiona y dormir.
Esa desilusión que es el poso que deja el conflicto se resuelve, cuando se cumple lo había de cumplirse para bien o para mal y sólo queda pensar qué pasó, es la sintonía principal a la que se acopla el tono de Yi Yi, una película discreta y contemplativa que tiene como escenario de sus reflexiones sobre el amor y el desamor, sobre hacerse mayor y los desengaños que supone, una familia de Taipei.
Ting-Ting es la mayor de dos hermanos de esa familia, los Jian. La completan su hermano Yang-Yang, su padre NJ, su madre Min-Min y el hermano de su madre, A-Di. La historia comienza en la boda de A-Di, donde la abuela materna, la única que tienen, sufre un derrame y entra en coma. El incidente provoca entonces una reacción en cadena de crisis existenciales en todos los miembros de la familia que no habían reparado en que su discreta matriarca era la piedra angular de la casa.
El primero que se va a replantear las decisiones de su madurez es NJ. En el hotel en que se celebra la boda de A-Di, NJ se encuentra con su primer amor por primera vez desde que la que dejó plantada, y se queda meses absorto en sus recuerdos preguntándose si hizo bien entonces en dejarla. Min-Min, la mujer de NJ, descubre al contarle su día a día a su madre inconsciente que su vida y su matrimonio le parecen vacíos. A-Di vuelve a verse con su antigua novia porque es un manirroto y aún tienen cuentas en común. Ting-Ting se enamora del exnovio de su vecina cuando ésta, una adolescente consentida y antojadiza, pasa de él. Y Yang-Yang empieza a sentir cosas que no entiende muy bien hacia la hija de su profesor, compañera de escuela de un curso por encima.
En una película que quiere hablar de la insuficiencia de las cosas de este mundo, es lógico que el amor romántico ocupe un lugar central en los conflictos de sus personajes. A fin de cuentas, ¿en quién depositamos nuestra mayor esperanza de plenitud sino en la persona de la que nos enamoramos? A lo largo de la película, los Jian tendrán que aceptar que sus problemas no están en el otro y que no los resolverán segundas oportunidades. Es mérito de su director que no busquen chivos expiatorios y que en la película nadie resulte completamente inocente ni completamente culpable. Yang nos cuenta sus historias con gran ternura y con esa extrañísima habilidad, accesible a muy pocos, que consiste en hablar de lo eterno hablando de las cosas del día.
Si bien el cine de Hollywood y las industrias que lo han imitado se han ocupado típicamente de las grandes aventuras y los grandes romances, con espectaculares decorados, guapos actores e historias de buenos y malos con una narrativa causal, ha sido tarea de otras filmografías, surgidas en contraposición a éstas, hablar de lo cotidiano y sus ambigüedades buscando nuevas formas. El Nuevo cine taiwanés fue una de esas filmografías.
Nacido a principio de los años ochenta en Taiwán gracias a una mayor libertad política y económica, el movimiento permitió que nuevos cineastas hicieran sus primeras películas alejándose del cine propagandístico y comercial que les precedió para poner el foco en la realidad de su país. Entre ellos estaba Edward Yang, un admirador de Antonioni con debilidad por el mundo del crimen y las turbulencias de la adolescencia, preferencia por las historias corales y adoración por Taipei.
El estilo de Yang, aunque también busque distanciarse del cine convencional y acercarse al moderno, no pretende una ruptura radical y encuentra dos puntos de equilibrio entre, primero, el drama en el que todo se explica y el cine poético que deja cabos sueltos y, segundo, las prisas de la causa-efecto (la trama tiene que avanzar a cada momento) y la experiencia pura del paso del tiempo (planos largos sin acción dramática en los que «no pasa nada»). La clave de esta armonía está en que Yang, en su realismo, no se muestra indiferente a las emociones de sus personajes y deja que se cuelen en el mundo dejando una huella expresionista en él (a veces literalmente, como cuando Ting-Ting y su enamorado se besan justo en el momento en el que los semáforos que se ciernen sobre ellos pasen de rojo a verde).
Con tomas de duración media y larga de encuadres amplios, cámara fija y muy poco diálogo expositivo, Yang invita al espectador a observar pero sin distanciarlo de la historia. No se nos niega la intimidad de los personajes, pero se nos da acceso con cautela por respeto a esa misma intimidad. Así, vemos escenas cargadas melodrama en planos generales que les da contexto y cierta privacidad, y nunca sabemos más que los protagonistas sobre lo que les pasa, ya sea sobre sus circunstancias o sobre su interior. No olvidemos que el espectador no deja de ser un intruso al que, por otro lado, no hay más remedio que contarle la historia. Yang camina con tal gracia sobre la cuerda que tensa esta contradicción que nos recuerda a Ozu: el mismo espíritu de respeto a sus personajes alimentando dos gramáticas distintas.
También como Ozu, Yang se vale de teselas característicamente locales (Taipei, en Yi Yi, es un protagonista más) para crear un mosaico universal. Los Jian son una familia de Taiwán, pero podrían ser de cualquier otra gran ciudad del mundo. No sólo porque, como nos hace entender la propia película, en la modernidad la cultura de las grandes ciudades no la dicta la tradición sino las corporaciones, sino por la ambición de Yang de abarcar los conflictos de cuatro generaciones distintas y su precisa observación de la naturaleza humana en cada una de ellas.
Yi Yi es, pues, un bellísimo y compasivo retrato de una familia en el cambio de milenio. La película pertenece a la rara especie de las que consiguen que te enamores de sus personajes. Estas películas, con el primer visionado, ganan invariablemente un suscriptor, porque en ellas hemos hecho buenos amigos y a los buenos amigos necesitamos volver a verlos de cuando en cuando. No son las tramas olvidadas lo que hace que retornemos a una película que nos gustó, sino las personas en cuya piel logró ponernos. Ésa es, quizás, la mayor prerrogativa del cine: ser capaz de situarnos en el mundo de, y desde, otra persona. Yi Yi hace esto con una familia entera.
«Papá, no puedo ver lo que tú ves, ni tú puedes ver lo que yo veo ¿cómo puedo saber qué estás viendo?», pregunta Yang a su padre, obsesionado con las limitaciones de su punto de vista desde que en la boda de su tío unas primas mayores le tomaran el pelo por la espalda. A NJ se le escapa una risa; «buena pregunta, nunca lo había pensado… Creo que necesitas una cámara».


