Juventud en movimiento

Se impone una preferencia creciente por propuestas que hablen de lo cercano frente a lo global, de la seguridad frente a la incertidumbre, de la dignidad frente a la explotación, de lo que une frente a lo que divide

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A veces da la sensación de que a los jóvenes les hemos colocado un laberinto delante justo cuando están empezando a correr. Entre alquileres imposibles, contratos fugaces y la sensación constante de tener que demostrar el doble para apenas conseguir la mitad, surge una frustración que desde un cansancio silencioso puede convertirse en rabia ruidosa. Y aún nos extrañará.

Aun así, pese al vértigo, hay algo que no les hemos arrebatado del todo: la capacidad, o quizá el instinto, de encontrar a otros que estén en la misma travesía. Cuando la incertidumbre se convierte en el paisaje habitual, lo que uno busca no es un mapa, sino compañía. De ahí que renazca la idea de comunidad, el poner en valor el sentimiento tradicional de añorar el barrio o pueblo de toda la vida o la generación de pequeños núcleos de apoyo mutuo que surgen casi sin querer de la cercanía. De la precariedad a veces surge la creatividad y por supuesto la solidaridad.

Esta búsqueda de comunidad tiene una carga emocional importante, pero también una repercusión en cómo se perciben las instituciones, en qué se espera de ellas y en qué decisiones se toman a la hora de depositar un voto. Sin necesidad de giros dramáticos pero sí mostrando una sensibilidad distinta, se impone una preferencia creciente por propuestas que hablen de lo cercano frente a lo global, de la seguridad frente a la incertidumbre, de la dignidad frente a la explotación, de lo que une frente a lo que divide. El voto, para muchos, empieza a verse como una extensión de ese deseo de comunidad: no es un gesto heroico sino algo práctico, casi cotidiano, como elegir con quién compartir viaje o a qué colega llamar cuando todo va mal.

Pero lo político es sólo un hilo más dentro de una tela mucho más amplia. Lo esencial sigue siendo la búsqueda de una vida que se sienta vivible: que el trabajo no consuma la felicidad, que el futuro no sea un galimatías constante y que sea posible echar raíces sin sentir que se hunden en arenas movedizas. Por eso, más allá de ideologías, o mejor dicho superándolas, emerge entre nuestra juventud una intuición compartida: si las cosas van a mejorar, será entre todos y sobre todo, cuidando a los tuyos.

Al final, la frustración de la que hablan las encuentas no es sólo una reacción instintiva al presente, sino también la prueba de que existe un deseo intenso de algo mejor. Y ese deseo, lejos de traducirse únicamente en quejas, se está transformando en movimiento: en construir comunidad donde antes había soledad, en priorizar la cooperación por encima de la competencia, en definitiva buscar sentido entre tanto ruido. Si algo parece que va germinando es que aunque la incertidumbre es grande, la capacidad de hacer futuro lo será más. Y que, aunque nadie tenga del todo muy claro hacia dónde va el camino, al menos cada vez hay más jóvenes que cuando miran a los lados, se dan cuenta de que ya no caminan solos.

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