Robe contra los tecnócratas

Música desde abajo hacia arriba —más debajo de lo que abajo ya está—, música desde lo pequeño a lo grande

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Podríamos escribir un artículo hilvanando versos de Robe Iniesta, como ya se ha hecho por ahí, para despedirnos de él. Podríamos decir que por fin ha encontrado aquel siguiente escalón que tanto buscaba o que en este bar estamos cansados ya de tanta despedida, así que no vamos a llorar su marcha. Podríamos hacerlo, sí, pero entonces correríamos el riesgo insalvable de acometer una cursilería de calibre considerable, algo que ni ustedes merecen ni, mucho menos, merece Robe.

Con todo, nos ha dejado una de las voces más influyentes de la música española. Vocalista del desgarro, capitaneó Extremoduro, grupo fundamental del rock nacional, hasta que el cansancio y los excesos pusieron fin al fenómeno extremo, e inició entonces una carrera en solitario que le permitió culminar su bien ganada consideración de poeta. Comenzó a andar desde la crudeza reivindicativa y su obra fue evolucionando hacia una narrativa filosófica y literaria, con permanentes guiños a la poesía nacional, que le permitió incorporar en sus letras un pedacito del camino que estaba recorriendo entonces:

Llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.

Como sobre gustos no hay nada escrito —eso dicen los que saben—, hay quien se ha empeñado en aprovechar este momento para hacernos saber su rechazo expreso a la música de Robe y, por consiguiente, a la de Extremo; en la que sólo ven guitarras aporreadas, expresiones soeces encadenadas al compás de un sonido infernal y la antiestética consagrada sobre un escenario. Música del vulgo para el vulgo, supongo. Yerran, claro está, los que se empeñan en rebatir esas sensaciones tratando de contraargumentar, precisamente, presentando a Robe como algo distinto a eso mismo.

Debe haber algún extraño patrón entre los detractores de la música de Robe Iniesta —por los motivos anteriormente expuestos— que los haga coincidir y reunirse al calor de otras etiquetas. Robe no gusta, claro está, a los que se obligan a ver la belleza en el vino —la hay— y barbarie en la cerveza, a los que encuentran la estética única en las formas de vida de la civilización urbana y no ven más que oscurantismo y polvo en lo rural; a los que, por otra parte, defienden la idea de una tecnocracia política como forma de gobierno porque prefieren responder a un inteligente perverso y no a un hombre corriente, por muy buenas intenciones que este tenga. Robe no es el músico de los tecnócratas porque es la máxima expresión de su derrota.

Entre las críticas a su música, destacan especialmente la de aquellos que no conciben el arte si su presupuesto inicial no parte de una belleza básica para alcanzar, entonces, otra verdad superior. No creen, claro está, en una creación que nace de lo más bajo del hombre, que no es bonita ni atractiva, que no canta las bondades de nuestra realidad y que, sin embargo, puede también alcanzar ciertas gracias. Yerran en su crítica, yerran porque Robe nunca fue ni será un artista que encaje en esos parámetros de estética inmutable e infeliz, yerran porque Robe sólo vino a recordar que, con todo, hay cosas que cantar. No conviene defenderle de otra forma que no sea poniendo en valor, precisamente, lo que él y su música fueron, que es la única forma de encontrar sentido, por otra parte, a su obra —si es que lo tiene—.

Cabalgan los puritanos de la estética para señalar el mal gusto de los seguidores de una señora mayor, despeinada y con falda a la que han encumbrado como poeta, filósofo y —esto es lo peor— músico. «¡No llaméis a eso música!» dicen los eruditos del arte. Sabemos que todo lo que no sea Jep Gambardella paseando por la Via Veneto atenta contra la belleza. No Negroni no beauty, amigos. No entienden, curiosamente, que Robe ha sido enorme porque ha conseguido hacer música con el desorden, poner en verso los problemas corrientes de la gente corriente y regalar melodía a los recuerdos de una felicidad que aparece, con timidez y exclusividad, en lo simple, que no en lo cutre: pueblo, amigos, sobremesa, mus, amor, desamor y, sobre todo, cerveza. Y sí, para el que pregunte, cerveza caliente

Como autor de la banda sonora del caos que cada uno lleva dentro, estos días se llora su muerte. Y eso es lo mejor, Robe era desorden, era fiesta y hermanamiento, rincones de España en los que uno era feliz fuera de su hábitat natural y, fíjense, no pasaba nada. Fue batalla contra la modernización musical que asoló la España rural, y espada contra los DJ en defensa de unas orquestas que cada vez resisten menos las embestidas. Hizo bello el lodazal y permitió que muchos jóvenes que jamás escucharon ni escucharán rock en su vida, cantasen al unísono aquello de «Ama, ama, ama, ¡y ensancha el alma!». Y caray, no sé si amaban o no pero allí lo cantaban todos juntos, los del forrito con la bandera de España bordada en la pechera levantaban el puño, y los de la camiseta antifa brindaban por y con ellos.

Robe es una victoria contra la tecnocracia musical, un señor desaliñado berreando en un escenario, como dicen sus críticos. Fue eso y no aspiraba a ser otra cosa: música desde abajo hacia arriba —más debajo de lo que abajo ya está—, música desde lo pequeño a lo grande. Terminó representado a una España feliz a la que nunca quiso servir. La chavalería abrazó sus canciones y pudo ser incongruente pero feliz, las cantó festejando en el pueblo en el que no quieren vivir, abrazando a los que no piensan igual y brindando por el que no es su ideal.

Sean felices, caramba, y permítanse ser aquello que no deben ser, aunque ocurra en contadas excepciones. Se puede llevar castellanos y regalarse píldoras de esa música que consideran guarrindonga y cutre. Berrear a Rosendo puede ser gratificante, créanlo. Todo en su justa medida. De momento, Robe seguirá en sus canciones y en su obra, que es a lo que todo artista puede aspirar, a trascender. Nos debes, Robe, eso sí, un concierto pendiente. Hasta siempre, artista, buscaremos en nuestra memoria el rincón en el que perdemos la razón para encontrarte una y mil veces más.

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