Deconstruyendo el mito conservador de Benedicto XVI (VIII): un progresismo ortodoxo

Lo verdaderamente progresista en Benedicto XVI fue su forma de afrontar los grandes debates de su tiempo con libertad interior, sin temor al juicio externo y sin comprometer la coherencia doctrinal

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En el gran mosaico que queda formado por las teselas de Joseph Ratzinger, parece difícil vislumbrar la silueta de un hombre progresista. Pero si a lo largo de esta serie de artículos hemos entendido el progresismo no como una ruptura con la tradición, sino como la capacidad creativa, lúcida y valiente para responder a los desafíos contemporáneos, debemos reconocer que Benedicto XVI fue, sin lugar a duda, un hombre profundamente progresista. Tampoco fue el suyo un progresismo al uso. El teólogo alemán mantuvo durante toda su vida una peculiarísima forma de ser revolucionario con su defensa del progresismo ortodoxo, esto es: siempre caminó hacia adelante sin renunciar al suelo firme de la tradición.

Desde la filosofía, Benedicto XVI supo habitar el presente con una mirada crítica, pero no desde la nostalgia ni el rechazo del mundo moderno, sino, tal y como hemos visto, desde una razón abierta al diálogo, iluminada por siglos de pensamiento cristiano. Su reivindicación del logos como principio estructurante del mundo y del pensamiento humano fue una respuesta directa al vacío del relativismo de nuestro tiempo. Su concepción de la verdad no como imposición, sino como propuesta amable que interpela la libertad, conecta con la más alta tradición platónica y agustiniana, pero también ofrece una respuesta actual a las crisis del sentido en la posmodernidad.

En el plano político, su pensamiento —así como su propia biografía—, evitó los simplismos ideológicos. No se alineó con las formas habituales del conservadurismo ni del progresismo político, sino que propuso una concepción del poder como servicio, profundamente inspirada en la antropología cristiana. No en vano en su encíclica Caritas in veritate se articula una crítica al capitalismo desregulado, a la vez que denuncia las promesas vacías de una política desvinculada de la verdad y del bien común. Su llamada a una «autoridad política mundial» orientada al bien común fue interpretada por algunos como ingenua, pero en realidad manifestaba su visión profética: la necesidad de estructuras que integren justicia, ética y verdad en un mundo globalizado.

No fue menor su progresismo en el plano económico. Como hombre de su tiempo, conocedor de los principales desafíos de los pueblos, Benedicto XVI supo hacer un diagnóstico certero del presente: denunció la desvinculación entre economía y ética, alertó sobre los peligros de una libertad de mercado sin frenos morales y exigió una economía al servicio del ser humano. Su pensamiento económico, podríamos decir, no fue doctrinario, sino profundamente realista y preocupado por las consecuencias humanas de las estructuras económicas. Al tiempo que se mostró crítico con los efectos deshumanizadores del consumismo, Ratzinger evitó caer en una idealización ingenua de la pobreza. La propuesta de su progresismo ortodoxo fue clara: una economía regida por la caridad en la verdad, en la que el desarrollo humano integral ocupe siempre el centro.

En este sentido, lo verdaderamente progresista en Benedicto XVI fue su forma de afrontar los grandes debates de su tiempo con libertad interior, sin temor al juicio externo —que fue constante a lo largo de su pontificado— y sin comprometer la coherencia doctrinal. Fue valiente al tratar cuestiones delicadas como el ecumenismo, el diálogo con el islam, la bioética, la laicidad del Estado, los abusos en la Iglesia o el papel de los laicos en el mundo. En todas ellas mantuvo un equilibrio asombroso entre firmeza doctrinal, apertura intelectual y corazón pastoral. Digamos que Ratzinger actuó siempre con serenidad, pero nunca con frialdad.

Tampoco fue el suyo, como decíamos, un progresismo usual: si echamos la mirada a Roma, su impulso revolucionario dentro de la Iglesia no se midió en cambios estructurales visibles, sino en el intento de renovar la comprensión misma de la fe cristiana en el contexto contemporáneo, conjugando fidelidad y creatividad, ortodoxia y novedad. Fue profundamente progresista y profundamente tradicional porque fue etimológicamente radical: volvió a las raíces, al kerygma. 

Así lo expresó el jovencísimo Joseph Ratzinger en una conferencia radiofónica de 1969: «De la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión… Pero en estos cambios, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin».

Esta vuelta a las raíces de Ratzinger —hacia atrás y hacia delante— es el corazón de su «progresismo ortodoxo»: el pensamiento de Benedicto XVI todavía nos demuestra que es posible ser actual sin ser superficial, que se puede acoger lo nuevo sin negar lo verdadero. Entre todos los debates a los que dio respuesta con esta enraizada novedad, tres destacan a lo largo de su pontificado: el papel que deben ocupar los laicos en la Iglesia, la valentía de afrontar la crisis de los abusos y su empeño por el diálogo ecuménico. De ellos hablaremos, puesto que son muestra de su creativa forma de dialogar con los desafíos del mundo sin perder de vista su profunda mirada de fe.

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