Los escritores que me interesan no gritan al vacío: conversan unos con otros. Al leerlos, nos invitan a una Gran Conversación que sigue abierta y nunca se cierra del todo. Lo mismo pasa con los columnistas: en Haleakaloha, esta atípica revista de prensa, no tienen cabida los monólogos. En la selección de noviembre hay varios textos que tienen que ver con eso, con conversaciones —orales o escritas, reales o figuradas—, y que charlan también unos con otros desde sus cabeceras digitales.
Marcela Duque, poeta y filósofa, nos ofrece en Nuestro Tiempo un tutorial para conversar como Sócrates, nada menos. «Aunque el error sea un riesgo real y las conversaciones filosóficas muchas veces terminen muy lejos de una conclusión definitiva, de Sócrates», nos cuenta, «aprendemos que vale la pena correr el riesgo. No vaya a ser que las conversaciones con nuestros amigos no transciendan nunca lo anecdótico».
¿Está en peligro la palabra, la materia prima de la conversación? Carlos Marín-Blázquez apunta en El Debate un síntoma preocupante: los libros de texto. «El triunfo de la imagen encerraba una contrapartida menos obvia: certificaba el declive imparable de la palabra. Y lo hacía desde el epicentro del medio académico, a través de una de las herramientas fundamentales que todavía se emplean para la difusión del saber». Avancen hasta el final y sabrán distinguir entre una sonrisa y una mueca.
A veces comunicarse es más fácil en papel, incluso con lo más cercanos. Clara Esteban escribe aquí, en LA IBERIA, un texto más íntimo y menos irónico de lo que acostumbra —¡pero que no abandone el otro registro, por favor!— Su padre, nos cuenta, ha publicado un poemario. «Mi padre escribió este libro para comprenderse; yo lo he leído para comprenderlo a él. Y ahora que lo conozco un poco mejor —con sus nostalgias y sus amores con nombre propio—, me doy cuenta de que también me conozco un poco más a mí».
Los grandes conversadores son siempre creativos. Pablo Mariñoso —que entra, por cierto, en esa categoría— nos propone en Forum Libertas forjar la imaginación, que «nos ayuda a deliberar, o más bien, nos obliga a ello». Su camino, que puede parecer contraintuitivo: recurrir a la tradición, «esa voz humana que ha ido dando respuesta a los embrollos de cada tiempo, siempre dentro del marco de la conciencia». Somos enanos a hombros de gigantes, pero seamos enanos imaginativos.
Del mismo tema nos habla también Enrique García-Máiquez en El Debate, y nos recomienda un manual que apunto en mi lista de pendientes: Creatividad, de John Clesse. «Si el orden de mi biblioteca fuese temático, le haría el honor de colocarlo junto a Consejos a un joven poeta, de Rilke; junto a mi muy querido Consejos a un joven escritor de Max Jacob, menos hermoso que el anterior, pero más útil; y junto a El trabajo intelectual, de Jean Guitton. Quien haya leído estos libros, será consciente del honor que le hago a Cleese». Lo soy, lo soy.
Dejo para el final una amarga reflexión generacional —y demográfica— en clave de X. La autora es Esperanza Ruiz; la cabecera, La Gaceta; el gancho, una serie: Poquita fe, «una comedia tierna y descarnada, puro ingenio y costumbrismo».
Nos vemos, y conversamos, en diciembre, con la entrega navideña de Haleakaloha.


