Un episodio en la vida de Joseph Ratzinger, el filósofo de Dios, no pasó inadvertido. Apenas un año después del comienzo de su pontificado, el 12 de septiembre de 2006 el Papa Benedicto XVI pronunció un discurso en la Universidad de Ratisbona, donde había enseñado teología durante años. Aquella ocasión era, en cierto modo, una vuelta al hogar intelectual de Ratzinger. El discurso en Ratisbona, que tituló oficialmente «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones», consistió en mucho más que una lección académica: fue una intervención profundamente filosófica sobre el papel de la razón en la religión, y, por tanto, una declaración valiente sobre uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo: la relación entre fe y razón y, de alguna forma, religión y violencia.
Ratzinger, en su segunda visita a Alemania como pontífice, comenzó diciendo: «Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios».
A su emoción evidente por volver a las aulas en las que tanto aprendió y enseñó pronto se sumó, sin embargo, una sensación de tristeza: gran parte del público no había entendido la profundidad de sus palabras. En aquella ocasión, en el corazón del discurso que pronunció, Benedicto XVI citó un diálogo entre el emperador bizantino Manuel II Paleólogo y un erudito persa. En ese intercambio citado por el Papa, el emperador afirma: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba». Entonces se armó la mundial, claro.
Aunque la cita, tomada de un contexto histórico concreto, fue mencionada por Benedicto XVI como punto de partida para reflexionar sobre el uso de la violencia en nombre de Dios, lo cierto es que sus empeños por dialogar con unos y otros se vieron repentinamente frustrados. Tampoco su reflexión sobre la noción de logos —razón divina— como elemento constitutivo de la fe cristiana valió para entender estas líneas en la universidad en la que un día dio clases como un sencillo profesor ordinario.
Aquel septiembre de 2006 la reacción mediática no se hizo esperar. Diversos líderes musulmanes y gobiernos del mundo islámico acusaron al Papa de islamofobia y de reavivar estereotipos negativos, en medio de un clima interreligioso cuando menos turbulento. Las palabras de Ratzinger provocaron protestas en las calles, iglesias atacadas y una fuerte tensión diplomática. Sin embargo, muchas de las críticas ignoraron —desconocemos si pretendidamente— el contexto y el propósito real del discurso. Lejos de atacar al islam, Benedicto XVI quería denunciar toda forma de violencia religiosa y subrayar la necesidad de una razón ilustrada en el diálogo interreligioso. De nuevo, su postura fue la de un progresista frente al progresismo.
Encontramos la clave de aquel polémico discurso en su tesis central: «No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios». En medio de un tiempo irracional en su pretendido uso de la racionalidad, esta afirmación parece revolucionaria: con aquellas palabras Ratzinger daba a entender que toda religión que se base en lo irracional o que justifique la violencia se desliga de la auténtica naturaleza divina. En este sentido, Benedicto XVI no hacía más que alinearse con la tradición más noble de la filosofía griega y del cristianismo patrístico, proponiendo una visión integradora en la que la fe no anula la razón, sino que la presupone y la eleva.
Aunque tal integración de la patrística fue sin embargo incomprendida, lo cierto es que la controversia de Ratisbona ahora nos ayuda a entender una idea repetida a lo largo de esta serie: Benedicto XVI fue un hombre de su tiempo, que quiso dar respuesta a los desafíos del mundo con la creatividad de un hombre ciertamente progresista. En este marco, el discurso de Ratisbona debe ser comprendido como un acto de valentía intelectual. Frente a la mediocridad intelectual, Benedicto XVI se atrevió a formular en voz alta una pregunta incómoda: ¿puede la religión justificarse sin razón? Y añadió otra, más desafiante aún: ¿puede una civilización sobrevivir si abandona la búsqueda de la verdad?
Desde esta perspectiva, el Papa se revela como un pensador progresista en el sentido más profundo y auténtico del término: no el que se acomoda al espíritu de la época, sino el que lo interpela, lo sacude y lo obliga a pensar. En Ratisbona, Ratzinger no habló solo como jefe de la Iglesia, sino como intelectual preocupado por el destino del pensamiento moderno, amenazado por una razón técnica sin alma y una fe desvinculada del logos. Dos fragmentos de su discurso resultan iluminadores: «Cualquier intento de mantener la teología como disciplina «científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción»; y «En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad»
Precisamente, otro de los puntos esenciales del discurso en la Universidad de Ratisbona fue su crítica a la secularización radical de la razón moderna, que ha dejado de lado las preguntas últimas sobre el sentido, el bien y Dios. «A la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud», afirmó el Papa.
De esta forma, Benedicto XVI denunciaba la amputación del pensamiento moderno, que reduce la razón a lo empírico y lo cuantificable, dejando fuera la dimensión moral y espiritual. De Platón y Aristóteles a Newman y Guardini, pasando por Kant y Husserl, aquellas palabras de Ratzinger sirvieron para despertar las conciencias europeas y reivindicar la vigencia de la hermandad indisociable entre fe y razón. Recogiendo la herencia intelectual de todos ellos, Benedicto XVI demostró no ser un simple guardián de la ortodoxia sino, sobre todo, un renovador que quiso rescatar el alma de Occidente desde dentro, apelando a su herencia más profunda.
Su discurso en Ratisbona todavía resuena como el eco de una certeza: Benedicto fue un pontífice progresista porque no se resignó a la decadencia del pensamiento, ni al nihilismo posmoderno, ni al fanatismo religioso. Propuso, en cambio, una síntesis superior que uniera fe y razón, libertad y verdad. Con una profundidad visionaria, desde el atril universitario quiso dar una respuesta cristiana y racional a uno de los grandes conflictos de nuestro tiempo: el choque entre civilizaciones, la crisis de sentido en Occidente, el auge del fundamentalismo y la pérdida de raíces espirituales.
El discurso de Ratisbona, en definitiva, es una de las más altas expresiones del pontificado de Benedicto XVI y un testimonio de su audacia intelectual. Lejos de ser un conservador encerrado en la tradición, Ratzinger fue un Papa progresista en el sentido más exigente del término: aquel que, mirando al pasado, se atreve a pensar el futuro. Un hombre que, sin miedo al conflicto, puso en juego la verdad y, desde la fe, no dejó de interpelar a la razón para que ambas se fecunden mutuamente. Una tarea dejó en Ratisbona: «En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad». Manos a la obra.