El debate sobre cómo limitar el poder del Estado suele centrarse en reducir su tamaño o frenar su expansión. Cualquier estrategia eficaz requiere reforzar, al mismo tiempo, aquellas instituciones que históricamente han sido capaces de contenerlo. En la arquitectura de la llamada sociedad civil, formada por iglesias, asociaciones, comunidades locales y mercados privados, destaca un pilar esencial: la familia. Ha acompañado a la humanidad desde siempre, en todos los entornos y culturas, y constituye una fuente de identidad, estabilidad y apoyo mutuo que ningún poder público puede reproducir.
El Estado, por el contrario, es un artificio tardío, presente sólo en determinadas épocas y territorios. Allí donde se consolida, tiende a absorber competencias y a desplazar a las instituciones que compiten con él. La Europa moderna lo demostró con claridad: centralización, sometimiento de las iglesias, neutralización de los poderes locales y reducción de la autonomía comunitaria. En ese proceso, la familia tampoco quedó al margen. La escolarización obligatoria, el servicio militar, los sistemas de bienestar o la fiscalidad sobre las herencias han servido durante décadas para debilitar su influencia y atraer hacia el Estado la lealtad y la dependencia de los individuos, como instrumento principal al servicio del globalismo y la disolución de cualquier identidad natural del hombre.
Retroceso familiar y erosión de la comunidad
Aunque la familia no ha desaparecido, su capacidad para estructurar la vida social se encuentra hoy mermada. El impacto es profundo: los matrimonios estables con hijos son la base que sostiene la vida religiosa, las organizaciones caritativas y la cohesión vecinal. La caída del matrimonio y de la natalidad, acelerada desde los años sesenta, ha ido aparejada al declive de estas estructuras y al avance de la intervención estatal.
El patrón demográfico que más favorece al Estado, según la evidencia disponible, es el de hogares frágiles con pocos hijos y escaso vínculo religioso: núcleos menos participativos, más vulnerables económicamente y más inclinados a depender de los servicios públicos. La quiebra de los lazos familiares y comunitarios facilita el protagonismo de la burocracia y de los programas estatales.
De los padres a la religión
La sociedad civil está formada por redes de vecinos, parroquias, asociaciones locales o escuelas que sostienen la vida cotidiana. Sin ellas, la confianza social se deteriora y aumentan la soledad, la marginalidad y la inseguridad. La familia es el vehículo que transmite esas habilidades sociales y esa responsabilidad comunitaria de una generación a otra.
La idea, antaño extendida, de que los hogares estables restaban tiempo o energía a la participación pública ha perdido todo fundamento. La evidencia muestra lo contrario: las familias intactas impulsan la vida cívica. Los padres casados concentran la mayor parte del voluntariado no político (recaudaciones locales, asociaciones vecinales, actividades escolares), mientras que los solteros o divorciados muestran tasas claramente inferiores.
Además, la presencia de hijos reduce la movilidad residencial y favorece la consolidación de barrios estables. La literatura científica vincula los cambios frecuentes de domicilio con peores resultados educativos, mayor riesgo de problemas de salud mental y más probabilidades de conductas antisociales. Los hogares monoparentales se mudan el doble que los biparentales, lo que añade fragilidad a su situación.
Las instituciones religiosas han sido, durante siglos, contrapesos naturales del poder estatal. La participación en ellas depende, en gran medida, de familias con matrimonios duraderos y presencia de hijos. Las personas casadas acuden más a las celebraciones religiosas, participan más en actividades comunitarias y refuerzan las redes sociales que sostienen a las parroquias y a las organizaciones caritativas. A su vez, quienes practican con regularidad su fe tienden a contraer matrimonio, a mantenerlo por más tiempo y a formar hogares más estables. La ruptura familiar, en cambio, favorece la desvinculación religiosa de los hijos y la repetición de patrones de inestabilidad en la edad adulta.
Consecuencias políticas
Este entramado social tiene efectos claros sobre las actitudes políticas. Las personas casadas y quienes participan activamente en comunidades religiosas muestran una visión más crítica hacia el intervencionismo estatal. En encuestas recientes, los asistentes habituales a misa se declaran abrumadoramente contrarios a un Estado expansivo y consideran que la administración pública es, por lo general, ineficiente. Entre los solteros, especialmente entre las mujeres jóvenes sin hijos, predominan posiciones justamente opuestas: mayor confianza en el aparato estatal y fuerte apoyo a un papel activo del gobierno en la vida social, económica y moral.
La llamada «brecha matrimonial» se ha convertido así en un factor de peso en la política contemporánea. La erosión de la familia reduce la fuerza de aquellas instituciones y modos de vida que tradicionalmente limitaban el alcance del poder público. A menor cohesión familiar, más espacio para que el Estado ocupe, a mayor gloria de la agenda globalista, funciones que antes cumplían comunidades, iglesias y redes vecinales.


