Volver a mirar

El amor no siempre necesita milagros grandes, a veces basta con entrar en casa cinco minutos antes y mirar como si fuese la primera vez

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Hay un sketch en Paris, je t’aime que siempre me ha parecido una parábola escondida. Un hombre, harto del desgaste, de la rutina, de los días iguales, decide que ha llegado la hora de dejar a su esposa. Ya tiene el discurso preparado, casi memorizado, como quien ensaya la derrota antes de que ocurra. No es un villano. Es, sencillamente, alguien cansado. Y el cansancio, cuando dura demasiado, termina disfrazándose de desamor.

Pero algo sucede. Llega antes de lo previsto, abre la puerta sin hacer ruido y la ve. Allí, sentada, leyendo, ajena a la tormenta que él trae por dentro. La ve sin que ella le vea. Y en ese segundo —un segundo doméstico, natural, sin épica— toda su decisión se deshace. Lo que iba a ser ruptura se convierte en revelación. El corazón, que llevaba meses dormido, despierta de golpe. Y en vez de decir «me voy», le sale un «te quiero» de esos que no se ensayan nunca.

Siempre he pensado que lo que ocurre ahí es un milagro pequeño. Uno de los que sostienen el mundo sin que nadie lo note.Porque quizá el problema no sea que dejamos de amar, sino que dejamos de mirar. Pasamos por la vida con el piloto automático puesto. Nos acostumbramos tanto a lo esencial que lo damos por hecho. Y dar por hecho lo importante es la forma más cruel de abandonar a alguien sin hacer las maletas.

San Josemaría lo decía con esa claridad suya que desarma: «Hay que hacerse un poco novios toda la vida, y si no, no va». No se refería a gestos cursis ni a artificios. Hablaba de renovar la elección. De no vivir del crédito del cariño de ayer. De no permitir que la rutina oxide lo que el amor había encendido.

El sketch es justo eso: un hombre que vuelve a mirar a su mujer como si fuera la primera vez. Y ese gesto tan simple —tan humano, tan humilde— le salva la vida. No descubre nada nuevo. No ve un cambio en ella. El que cambia es él: vuelve a asombrarse. Y el asombro es siempre el primer latido del amor.

A lo mejor la santidad de la vida ordinaria va por ahí: en volver a mirar lo que ya miramos, pero con el corazón despierto. En volver a elegir. En volver a agradecer. En volver a enamorarse sin necesidad de una crisis, un accidente o una despedida. El amor no siempre necesita milagros grandes, a veces basta con entrar en casa cinco minutos antes y mirar como si fuese la primera vez.

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