Deconstruyendo el mito conservador de Benedicto XVI (V): una defensa de la razón abierta

Para Ratzinger, una razón verdaderamente humana no puede ignorar los interrogantes del sentido, del bien y del destino último del ser humano

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En la Iglesia Católica Benedicto XVI emprendió una revolución, en gran medida desde la discreción que siempre lo caracterizó. Aunque no fue un pontífice de grandes gestos ni expresiones grandilocuentes, sí adoptó algunos rasgos que nuestro tiempo etiquetaría como «progresistas». En la dicotomía planteada por los críticos de la Iglesia y los adversarios intelectuales de Ratzinger, progresismo y conservadurismo marcan los extremos de una división: frente al oscurantismo del dogma, la luz progresista de la razón.

Si asumimos, aunque de forma algo exagerada, este esquema, la conclusión es irremediablemente sorprendente: Benedicto XVI fue el Papa más progresista de todos los tiempos. Su reivindicación del uso de la razón, en toda su amplitud humana, hizo del pontificado de Ratzinger el colofón a una vida entera marcada por la búsqueda de la verdad. Con algunas palabras atinadas lo explicó monseñor Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede durante el pontificado de Benedicto:

«El uso de la razón, la denominada “razón abierta” y la búsqueda de la verdad en Ratzinger se encuentran, no tanto en los artículos académicos que el pontífice emérito le haya dedicado a la cuestión, como en su uso efectivo, es decir, en como él mismo se ha servido de la razón para captar la realidad; se trata pues de ver la manera de usar la razón y verla en acto. En definitiva, de un uso de la razón que es interpelado por la realidad, que le lleva a asombrarse y conocer con verdad.

El concepto de razón tiene que ensancharse para ser capaz de abarcar y explorar los aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico y lograr una síntesis armoniosa de saberes que integren la teología y la filosofía para poder comprender la realidad respetando su dimensión metafísica. Las cuestiones fundamentales del hombre, cómo vivir y cómo morir, no pueden quedar excluidas del ámbito de la racionalidad.

La razón abierta es, por tanto, aquella que está abierta a conocer con verdad lo que le rodea, escapando de las restricciones ideológicas y subjetivistas que impregnan muchas veces el ámbito del conocimiento.

Se trata de buscar un conocimiento amplio, no solo respecto a la cantidad de conocimiento, sino a la plenitud y profundidad de aquello que se conoce otorgándole a cada ciencia la autoridad que le corresponde en su ámbito y categoría pero sin dejar de lado el sentido último que da sentido y unidad a la especificidad de cada una de ellas».

Tal y como se recoge de las palabras de Lombardi, estrecho colaborador suyo durante sus años al frente de la Iglesia, Ratzinger defendió con su propia vida el convencimiento de una racionalidad que no se encierra en los límites del empirismo o del positivismo, sino que se abre al misterio, a la trascendencia y a las grandes preguntas existenciales que habitan en el corazón del hombre. Benedicto XVI demostró, de forma ciertamente progresista dentro de la Iglesia, que la defensa de esta razón ampliada no implica un abandono del rigor racional, sino más bien su plenitud. Según Ratzinger, cuando la razón se clausura sobre sí misma y se niega a dialogar con la fe, se empobrece y, con ella, se empobrece también la cultura.

Este posicionamiento no es baladí. Precisamente revela el trasfondo de un pensador que, contrariamente a ciertas caricaturas mediáticas, no fue un dogmático cerrado al mundo moderno, sino un intelectual profundamente comprometido con el diálogo entre fe y razón: un hombre de su tiempo. Así lo señala también el teólogo Pablo Blanco: Ratzinger «pretende superar tanto el fideísmo como el racionalismo, promoviendo un encuentro fecundo entre filosofía y teología». Esta teología del encuentro, podríamos decir, se inscribe en la gran tradición de la Iglesia que, desde san Agustín de Hipona hasta santo Tomás de Aquino, ha afirmado la compatibilidad entre el saber racional y la revelación cristiana. La defensa de esta tradición de la razón fue, en tiempos de Ratzinger, una bandera del progreso teológico.

Su comprensión fue completa al oponer esta idea de la «razón abierta» con la visión reductiva de la racionalidad, tan propia del positivismo científico. Para Ratzinger, reducir la razón al ámbito de lo empíricamente verificable era una simple mutilación: «El intento, llevado a cabo en la modernidad, de construir una ética puramente racional, prescindiendo de Dios, ha fracasado. La razón necesita de una apertura a lo trascendente». Frente a lo que algunos catalogaron como una negación del valor de la razón autónoma, lo cierto es que Benedicto XVI invitó constantemente a superar los límites autoimpuestos de la razón y a reencontrarse con una dimensión espiritual y metafísica más rica.

Pero la riqueza en Ratzinger es total: el concepto de razón abierta, defendido a capa y espada desde los claustros universitarios hasta sus años vaticanos, implica también una visión antropológica integral. En oposición a la visión reduccionista del ser humano como simple producto de fuerzas materiales, Benedicto XVI recuperó una antropología que reconoce al hombre como ser espiritual, llamado a la comunión con Dios. Para Ratzinger, una razón verdaderamente humana no puede ignorar los interrogantes del sentido, del bien y del destino último del ser humano. En esta línea, podríamos incluso concluir que el Papa Benedicto fue progresista frente al progresismo de su tiempo.

Baluarte de una razón abierta a la fe, del dogma abierto al misterio y de la verdad abierta al diálogo, Joseph Ratzinger predicó con su propia vida —amén de con sus elocuentes palabras— la trascendencia de la racionalidad. No fue unívocamente apologético, sino que se empeñó en construir los puentes de la verdad entre la teología y la filosofía. Por eso su decidido progresismo nos recuerda ahora el significado del pontífice: Benedicto XVI fue un «hacedor de puentes».

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