Hace poco, dando un paseo, me topé con una valla publicitaria en la que se anunciaba una inmobiliaria. Tenía por eslogan «el arte de vivir bien». Esto me recordó a un lugar donde trabajé hace algún tiempo, un espacio de ocio cultural, una especie de escuela de humanidades, en la que se organizan ciclos de conferencias, cursos sobre temas como arte, historia o literatura y viajes a lugares de ensueño. Si uno entra en la página web de esta empresa, verá que su lema es «el arte de vivir».
Tengo una pequeña broma con mi padre en la que hablamos de escribir juntos un libro titulado De qué va todo, puesto que la gente no parece enterarse de dónde se juegan las cosas verdaderamente importantes de la vida. Como decía, bromeamos. Si estuviésemos en posesión de esa verdad, no sé yo si nos dedicaríamos a escribir un libro. Por eso suelo dedicarle mucho tiempo a reflexionar acerca del secreto de la felicidad, como decía aquel anuncio de Coca-Cola. Y casi siempre acabo asociando este secreto a vivir de una manera simple, sin complicarme mucho la vida.
Decía Johan Cruyff que «jugar al fútbol es muy sencillo, pero jugar un fútbol sencillo es la cosa más difícil que existe». A mí me pasa un poco igual: siento que son pocas cosas las que se necesitan para estar contento. Pero qué difícil es estar contento con pocas cosas. En mi inexperta opinión, éste es el gran reto al que se enfrenta el hombre de hoy. Y probablemente de ayer también. Abrazar la vida sencilla. No complicarse de más.
Hay varias cosas que pueden ayudar a vivir bajo esta consigna. En primer lugar, fiarse un poco más de las primeras ideas, esas que nacen de la espontaneidad y no ha dado tiempo a que pasen por el filtro de la razón. El cual, por cierto, hay que limpiar de vez en cuando para que cumpla su función.
Las primeras ideas son siempre las mejores. Mejor dicho, las mejores ideas siempre han sido las primeras en orden de ocurrencia. Esto es así porque caminan haciendo equilibrio entre la genialidad y la estupidez. Son funambulistas entre lo brillante y lo absurdo. Como Philippe Petit entre las torres de Manhattan. Y está bien moverse en ese espacio, reducido pero excitante.
Evidentemente, hay muchas cosas que harían nuestra vida más fácil, pero probablemente nos complicaríamos mucho si intentásemos repasarlas todas. En realidad, creo que es suficiente con dos cosas: un gran sentido del humor y una dosis igual o mayor de sentido común. Y ya está. Muchas de las cosas que nos preocupan desaparecerían si aprendiésemos a reírnos de ellas. Por otro lado, también nos preocupamos de cosas insignificantes, que probablemente nunca sucedan o nunca lleguen a afectarnos de algún modo. O por cosas que son, directamente, absurdas.
Hay un diálogo en la saga de Piratas del Caribe, fuente inagotable de sabiduría, que creo que resume bien esto. El tema es que en los puertos y entre los marineros circulan historias que hablan sobre un barco pirata que allá por donde pasa no deja supervivientes. Esta afirmación, que se basta a sí misma para asustar a cualquiera, no es cuestionada por nadie. Hasta que alguien, con mucho sentido común, tiene a bien decir: «Si no deja supervivientes, ¿quién demonios cuenta esas historias?».


