La encrucijada europea se encuentra en la soberanía tecnológica

La soberanía tecnológica vuelve al centro de la agenda europea en un momento crítico para el liderazgo del continente

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La soberanía digital se ha convertido en uno de los grandes desafíos estratégicos para Europa en el siglo XXI. El continente, que durante décadas lideró sectores industriales clave, se encuentra hoy en una posición rezagada frente a los Estados Unidos y China en ámbitos como la inteligencia artificial, los semiconductores, la computación avanzada y la ciberseguridad. Esta pérdida de competitividad no es fruto del azar, sino de un conjunto de decisiones políticas que han debilitado la capacidad tecnológica europea mientras el resto del mundo se reorganiza con rapidez.

Durante años, la Unión Europea ha abordado la digitalización desde una lógica eminentemente normativa. La Comisión ha respondido a cada nueva transformación tecnológica con un marco regulatorio aún más complejo, confiando en que la sobreregulación —presentada siempre como protección del ciudadano, al clima o al oportunismo del momento— serviría como mecanismo de avance. Sin embargo, esta estrategia ha generado inseguridad jurídica, ha ralentizado la innovación y ha empujado a numerosas empresas emergentes a trasladarse a países con ecosistemas digitales más flexibles.

Europa no puede recuperar liderazgo digital si continúa legislando más rápido de lo que innova. La autonomía tecnológica no se logrará multiplicando reglamentos, sino generando capacidad industrial propia, invirtiendo en investigación científica y reduciendo las dependencias externas en sectores estratégicos. El continente necesita una visión que vaya más allá de la gestión administrativa y que entienda la digitalización como una cuestión de poder económico y geopolítico.

Autonomía sin burocracia: la condición imprescindible

Uno de los principales problemas es la confusión entre soberanía y centralización. La Unión Europea ha interpretado la autonomía digital como una ampliación de las competencias de Bruselas, pero no como el fortalecimiento real de las capacidades tecnológicas europeas. Se han creado organismos, estándares y mecanismos de supervisión, pero Europa sigue sin producir los chips que necesita, sin dominar el mercado de la inteligencia artificial y sin disponer de infraestructuras críticas propias.

La autonomía digital no consiste en vigilar más, sino en producir más. Tampoco consiste en imponer cargas regulatorias cada vez más pesadas a las plataformas y empresas, sino en facilitar un entorno donde puedan crecer. Un continente no es soberano porque posee más normas, sino porque controla sus recursos estratégicos, sostiene su tejido industrial y puede competir de tú a tú con las grandes potencias tecnológicas.

Los europeos alcanzamos cuotas de desarrollo tales que pusimos en riesgo la hegemonía global angloestadounidense. Desde entonces, los líderes europeos teledirigidos no han hecho otra cosa que ir limitando nuestras capacidades progresivamente.

Otra dificultad creciente es la conversión de la política digital en un campo de batalla ideológico. La digitalización se ha utilizado como vehículo para promover agendas identitarias, climáticas o culturales que poco tienen que ver con la creación de tecnología. Este enfoque ha desviado recursos, ha diluido prioridades y ha debilitado la capacidad de Europa para reaccionar a un entorno internacional marcado por la competencia feroz.

La digitalización debería enfocarse desde la eficiencia y la competitividad. Europa necesita un marco regulatorio claro y estable, políticas fiscales favorables a la innovación, inversión masiva en investigación y atracción de talento global. Y, sobre todo, necesita garantizar la libertad de expresión como eje central del ecosistema digital: sin pluralidad, sin debate y sin disenso, no hay creatividad ni avance tecnológico posible.

Geopolítica sin ingenuidad

La soberanía digital europea requiere también una comprensión realista del escenario global. China se ha consolidado como una superpotencia tecnológica con ambiciones de autosuficiencia total. Los Estados Unidos continúan desarrollando un ecosistema digital casi imbatible, impulsado por las mayores empresas tecnológicas del planeta y protegido por una política industrial agresiva. Rusia, incluso bajo sanciones, mantiene capacidades significativas en ciberseguridad y guerra híbrida.

Europa, mientras tanto, sigue atrapada entre la dependencia tecnológica exterior y la imposibilidad de tomar decisiones estratégicas sin largas negociaciones internas basadas en el interés de Bruselas y no de los Estados miembros. La autonomía digital exige asumir que la cooperación internacional sólo es eficaz cuando uno es fuerte, y que la fortaleza no se consigue con declaraciones institucionales, sino con capacidades reales.

El grupo European Conservatives and Reformists (ECR) ha debatido recientemente sobre estos temas en Valencia coordinados por Diego Solier y Nora Junco. Ambos han insistido en que España debe recuperar su capacidad estratégica si quiere aportar algo significativo al futuro digital de Europa. Su enfoque combina reindustrialización tecnológica, protección de derechos fundamentales, defensa de la libertad digital y reducción de la dependencia exterior. Una corriente política que entiende que la autonomía europea sólo será posible si los Estados miembros recuperan primero su propia soberanía tecnológica.

Es fundamental entender que la soberanía digital no es un concepto abstracto, sino una cuestión de supervivencia. Si Europa no toma decisiones valientes en los próximos años, corre el riesgo de convertirse en un continente tecnológicamente irrelevante, dependiente de infraestructuras, algoritmos y plataformas ajenas. La digitalización es la nueva política industrial, la nueva política exterior y, en gran medida, la nueva política de seguridad.

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