Deconstruyendo el mito conservador de Benedicto XVI (II): una vida anti-ideológica

Su huida de toda dicotomía no es relativismo sino un convencimiento de que la lógica de Dios escapa de alguna forma de la lógica del mundo

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Al esquema ideológico planteado por sus adversarios intelectuales y los medios de comunicación, en el que Joseph Ratzinger siempre ha quedado desplazado hacia la esquina conservadora, se opone con vehemencia su propia biografía. La de Benedicto XVI fue una vida pretendidamente anti-ideológica, alejada de toda polémica y ajena también a cualquier posicionamiento partidista. Esta huida de toda dicotomía ideológica no es, sin embargo, relativismo sino un convencimiento personal de que la lógica de Dios escapa de alguna forma de la lógica del mundo.

Desde sus años en las facultades alemanas, formándose como joven seminarista, hasta sus documentos magisteriales firmados desde la Terza Loggia vaticana, unas breves notas sobre la vida de Ratzinger irrumpen con una luminaria especial en este desapego por toda postura política. La biografía de Benedicto XVI grita, frente a lo que muchos todavía piensan, que fue un hombre de su tiempo, y que de hecho fue un pontífice moderno. Esta íntima creencia la expresó siglos atrás Thomas Jefferson, en una carta fechada en 1789: «Tal adicción a los credos partidistas representa la última degradación de un agente libre y moral. Si la única forma de que yo pudiese ir al cielo consistiera en ir de la mano de un partido, no iría jamás allí».

Alejado de estos credos, pues, el 16 de abril de 1927 nacía Joseph Aloisius Ratzinger en Marktl, Baviera. Aquel sencillo pueblo fue su patria, tal y como reconoció en su testamento espiritual —donde habla textualmente de su «hermosa patria en los Prealpes bávaros»—. Educado en el seno de una familia católica, tras unos años convulsos y el cruento desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, en 1946 Ratzinger inició sus estudios de filosofía y teología en la Escuela Superior de Filosofía y Teología de Frisinga y en el Ducal Georgianum de la Universidad de Múnich. Detrás de esa mirada tímida, acaso esquiva ante grandes multitudes, siempre se escondió una gran capacidad intelectual.

No en vano su formación académica pronto estuvo marcada por la profundización bíblica y litúrgica, así como por el método histórico-crítico en el estudio de las Escrituras. No sabían, en aquellos claustros imponentes de Frisinga, que uno de sus más discretos alumnos sería algunas décadas más tarde el Papa de los filósofos. Durante sus años entre libros Ratzinger leyó con esmero a algunos filósofos como Gertrud von le Fort, Martin Heidegger o Karl Jaspers, que de alguna forma influyeron en su forma de pensar; no menor fue su interés por San Agustín y San Buenaventura.

Pero su paso por los claustros universitarios no quedó ahí. Poco tiempo después de su ordenación sacerdotal, en 1951 —apenas con 24 años—, Ratzinger comenzó su carrera académica como profesor de teología dogmática y fundamental en varias universidades alemanas: se sucedieron sus clases magistrales en Bonn (1959-1963), Münster (1963-1966) y Tubinga (1966-1969), hasta su llegada a Ratisbona (1969-1977). Precisamente a aquella universidad bávara se trasladó Ratzinger buscando el lugar adecuado para desarrollar su visión teológica, escapando de alguna forma del ajetreo político y estudiantil de las facultades de Tubinga.

En paralelo a su carrera académica, aquel joven teólogo alemán pronto destacó en Roma por su sólida preparación intelectual así como por su finura para aunar distintas sensibilidades. Fue en 1962, con apenas 35 años, cuando Joseph Ratzinger participó en el Concilio Vaticano II. Su nombre ya sonaba con fuerza entre los prelados alemanes, que quisieron contar con su silente consejo. Así, fue nombrado perito conciliar, asesorando al cardenal Joseph Frings, arzobispo de Colonia y presidente de la Conferencia Episcopal Alemana; así, precisamente, pudo contribuir significativamente en la redacción y corrección de documentos clave como Lumen gentium, Dei Verbum y Ad Gentes. Su radical empeño por renovar —una renovación que se entiende a la luz de Ap 21, 5— el Magisterio de la Iglesia Católica desde la más escrupulosa fidelidad a la tradición, hizo que su nombre destacara entre los miembros conciliares. El Concilio no era tiempo para ideologías, y en Ratzinger encontraron un cancerbero del entendimiento.

Esta capacidad de síntesis, algunas décadas más tarde, fue puesta en valor por el pontífice Juan Pablo II, que quiso llevar a Roma al teólogo más brillante de su tiempo. En una época de tensiones políticas tanto en Occidente como en el mundo entero, el Papa polaco necesitaba a su lado a un hombre capaz de expresar la verdad sin importunar a unos y otros, o al menos con la habilidad de importunar con su claridad a ambos por igual. De nuevo, la vida de Ratzinger nos demuestra que prudencia no es relativismo. Así lo decía él mismo en una homilía: «Prudencia, según la tradición filosófica griega, es la primera de las virtudes cardinales. La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que no se deja ofuscar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino que busca la verdad, también la verdad incómoda. Prudencia significa ponerse en busca de la verdad y actuar conforme a ella».

Así pues, en 1981 el papa Juan Pablo II nombró a Ratzinger prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cargo de gran importancia en la Iglesia. Durante sus años al frente de la Congregación, el ya entonces cardenal Ratzinger tuvo que dar respuesta a grandes desafíos: en el continente americano irrumpía con fuerza la teología de la liberación, los regímenes comunistas daban sus últimos coletazos tras el telón de acero y nuevas corrientes eclesiales pedían a Juan Pablo II reformas ambiciosas como la ordenación sacerdotal de mujeres. En todos estos asuntos Ratzinger no dudó en defender la doctrina católica con firmeza, pero sin caer en posturas ideológicas. En su corazón estaba siempre la búsqueda incesante de la verdad de las cosas.

Prueba de esta defensa de la doctrina desde la verdad fue su relación con los sectores más conservadores de la Iglesia, tal y como recoge María Emilia Riverón: «Bardazzi introduce su anteúltimo capítulo, Los rebeldes, en el que sitúa los casos de controversia más notorios que tuvo que enfrentar Ratzinger como prefecto de la congregación. El caso Lefebvre, el primero que se expone, tiene la condición pragmática de demostrar que Ratzinger no solo fue capaz de imponer sanciones a los teólogos progresistas, sino también lo hizo con los conservadores a ultranza. La que califica como una de las batallas más largas y dolorosas se llevó a cabo “contra un grupo religioso que pretendía levantarse en custodio de la tradición y quería borrar toda innovación introducida por el contrario en el Concilio Vaticano”».

Pero Ratzinger no se quedó en el viejo palacio del Santo Oficio. Aunque la sombra de Wojtyla era alargada, por su largo pontificado y su carácter afable, siempre tan cercano a los jóvenes de todo el mundo —a los que visitó en cientos de viajes apostólicos por todo el globo, inaugurando además las Jornadas Mundiales de la Juventud—, el 19 de abril de 2005 el Colegio Cardenalicio eligió a Joseph Ratzinger como sucesor de Pedro al frente de la Iglesia. Tan sólo cuatro votaciones hicieron falta para llenar la plaza de San Pedro de la blanca fumata del entendimiento. Si Dios lo permite, el cristiano ha de quererlo (St 4, 15). En aquel momento el teólogo alemán adoptó el nombre de Benedicto XVI y podríamos concluir que sus ochos años de pontificado quedan explicados en una de sus encíclicas: Caritas in Veritate. Una brevísima línea de este documento magisterial nos permite ahora comprender la vida profundamente anti-ideológica de Ratzinger (2009): «Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo».

Tampoco fue ortodoxa su forma de despedirse del mundo, tras un pontificado poliédrico. En febrero de 2013, desprovisto de las fuerzas necesarias para seguir llevando el timón de la Barca de Pedro, Benedicto XVI anunció su renuncia al papado, en un gesto incomprendido por muchos. Después de 598 años, el obispo de Roma no moría sino que se retiraba con discreción a los jardines vaticanos, en el monasterio Mater Ecclesiae. Aquellos diez años de estudio y oración fueron el broche de una vida marcada por la búsqueda de la verdad, alejada siempre de banderas o preceptos ideológicos. Una vida que siguió siempre el precepto agustino: «Beatitudo est gaudium de veritate» («La felicidad está en el gozo de la verdad»).

Más allá de una trayectoria brillante, de la que él siempre renegó, algunas anécdotas recogidas por sus biógrafos y más estrechos colaboradores nos brindan una nueva perspectiva de su huida de las ideologías. Precisamente en 1941, cuando Hitler ejercía con no poco terror su poder, una ley alemana obligó a todos los jóvenes alemanes a inscribirse en las Juventudes Hitlerianas. Aunque Ratzinger, entonces un adolescente de 14 años, no participaba activamente en esta organización, fue obligado a prestar su juramento ante el führer. En aquel momento Joseph echó a llorar desconsoladamente pero acató con sufrimiento su obligación; no se rebeló violentamente, pero tampoco aceptó interiormente lo que era injusto. De alguna forma el joven Ratzinger eligió la fidelidad a la verdad, incluso en silencio.

Otro silencio suyo fue escuchado con vehemencia durante sus años de formación sacerdotal. Al ingresar en el seminario de Frisinga, poco tiempo después de la guerra, uno de los profesores más escépticos intentó ridiculizar a los jóvenes especialmente piadosos, entre los que se encontraba Ratzinger. Ante una provocación de este profesor, que quiso ironizar sobre ciertas posturas dentro de la Iglesia, Ratzinger no respondió con fanatismo ni enfrentamiento. Tratando de conciliar las diferentes posturas, y así reconciliar error y acierto, verdad y mentira, en su turno de palabra Ratzinger se limitó a citar un texto de Romano Guardini. Con calma, dijo: «Si la verdad no nos incomoda a veces, quizá no estamos mirándola de frente». Su profundidad y serenidad impresionaron a su profesor, que se disculpó por sus comentarios.

Una última historia nos ayuda a entender la finura de Ratzinger y su empeño por aunar las necesidades de todos: durante sus años como profesor de teología en Ratisbona, en la década de 1970, tuvo entre sus alumnos a un joven brillante que años después se declararía abiertamente homosexual y crítico feroz de algunas enseñanzas de la Iglesia. Poco después de su elección como pontífice, en 2005, este alumno escribió una carta a Benedicto XVI expresando su alegría, pero también su dolor por sentirse alejado de la Iglesia a causa de su orientación. Aunque su entorno desaconsejó al Papa cualquier interlocución, Ratzinger quiso responderle e invitarle a un almuerzo privado en Castel Gandolfo.

Aquel encuentro, del que apenas han trascendido detalles, nos permite conocer el carácter de un hombre de nuestro tiempo. Ratzinger le recordó las verdades de la fe con una enorme caridad y un sincero espíritu de acogida, de forma que aquel exalumno comentó entonces: «No fue una discusión. Fue una conversación entre dos personas que se respetan. Me sentí mirado como ser humano, no como caso. Y eso, viniendo del Papa, fue para mí una reconciliación». La anécdota, pues, demuestra la convicción de que la verdad no está reñida con la misericordia, y que el corazón del cristianismo no se completa con una ideología, sino con una relación personal.

Unas palabras en 2007 del cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de la Santa Sede durante el pontificado de Benedicto XVI, nos permiten ahora reconocer a Ratzinger: «Como cristianos tenemos la tarea de ser extranjeros y a la vez de estar presentes en nuestro tiempo. Jesús nos enseñó que la Iglesia está en el mundo, pero no es del mundo, es decir, es ajena pero está presente en nuestro tiempo y en todos los tiempos: ajena a los engaños, al escepticismo y al nihilismo en el que a menudo se debate el mundo secularizado, pero presente en todas las dificultades que derivan de dichos engaños». Benedicto XVI fue, ante todo, un extranjero presente en su tiempo.

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