Franco reza de rodillas durante una misa en Salamanca al inicio de la guerra. Suenan las sirenas que anuncian un bombardeo aéreo. El general ni se inmuta. El coronel Martín Moreno se acerca al cura:
—Van a bombardear y, si usted no interrumpe la misa, el generalísimo no se mueve de aquí.
—Puedo interrumpirla —dice el páter—, pero estaba esperando a que él me lo pidiera.
—Pues está usted listo —responde el coronel.
No sabemos qué habrían hecho nuestros obispos de la Conferencia Episcopal suponiendo que un peligro así les sorprendiera rezando. Y de rodillas. Que a Franco nada le ocurriese en las situaciones más inverosímiles es parte de lo que los moros llaman baraka, esa suerte que siempre le acompañó desde las tempranas campañas en África. Capaz de cambiar el signo de una batalla, los marroquíes creían hallarse ante un caudillo invencible.
Un jovencísimo Franco forja su leyenda cuando las balas le silban a centímetros y él —a decir de sus compañeros— en absoluto se altera. Es conocido el episodio del asalto al poblado de El Buitz, cerca de Ceuta. Franco arrebata el fusil, armado de bayoneta, a un soldado herido y arrastra consigo a sus regulares contra el enemigo que acaba huyendo. Luego recibe un tiro en el vientre, que entonces era una muerte segura. Él sale adelante. El parte de operaciones destaca el «incomparable valor, dotes de mando y energía desplegada en el combate» por el capitán Francisco Franco. Su hazaña le vale el ascenso, y años más tarde a general, el más joven de Europa. En opinión del mariscal Pétain, «su espada más limpia».
Cincuenta años después ni siquiera su fama de buen militar han respetado. La historiografía progresista le considera un mediocre estratega. Tal es la visión deformada que de él han construido, sin matices, a brocha gorda, en todos los ámbitos, algo que no se ha hecho con ninguna figura en nuestra historia reciente. Franco ganó una guerra con menos recursos materiales que sus rivales, fue el primero en derrotar al comunismo en el campo de batalla, evitó que España entrara en la Segunda Guerra Mundial y luego, para más inri, ganó la paz. Sospechamos que esto último es lo que no le perdonan. Javier Cercas ha dicho en el Congreso —ante Pedro Sánchez, horas después de la condena al Fiscal General— que la Guerra Civil no duró tres años, sino todo el franquismo. Cercas lo dice acurrucadito al poder y bajo el paraguas de una ley norcoreana que contempla multas de hasta 150.000 euros a quienes exalten el franquismo, que es como los censores llaman a contradecir la versión oficial.
Clase media, seguridad social, pantanos…
Aquella paz no fue sólo la ausencia de guerra. Fue el mayor crecimiento de la historia de España. Hubo un Franco militar y otro político. Su faceta como estadista dejó en herencia la transformación de un país rural y de alpargata en la octava potencia industrial del mundo. La alta tasa de analfabetismo de los años 40 dejó paso a un país de universitarios urbanitas. Aumentó la esperanza de vida gracias a la mejora de la sanidad y la construcción de una red de hospitales que hoy sigue en pie. Los trabajadores ganaron derechos y bienestar con la creación de la seguridad social.
Pero su gran legado, antídoto contra todo radicalismo, fue la clase media. Españoles propietarios por primera vez de una casa y un coche. La natalidad alcanza en los años setenta el cénit español del siglo XX con tres hijos por mujer. Hoy la cifra es la segunda más baja de Europa con 1,12 niños, es decir, hay menos nacimientos que en plena Guerra Civil.
El franquismo también son las grandes infraestructuras. Contaba su hija Carmencita en sus memorias que cuando viajaban en coche su padre lamentaba, al volver de Galicia, la aridez de Castilla. «Hace falta agua», repetía Franco. Después llegaron los pantanos y las obras hidráulicas que abastecieron zonas secas y salvaron a ciudades enteras de riadas, como comprobaron los valencianos de la capital gracias al nuevo cauce del Turia acometido en los años sesenta.
España agoniza; Marruecos aparece
Medio siglo después su legado ha sido dinamitado. Quienes han gobernado en alternancia de siglas —no de políticas— han dejado raquítica la clase media, desindustrializado España, vendido la riqueza nacional al extranjero, han hecho casi imposible comprar una casa en un país de antiguos propietarios, los jóvenes más preparados tienen que marcharse a trabajar al extranjero en sustitución de una inmigración poco cualificada y los impuestos baten récords (con Franco, ni IVA ni IRPF) para mantener a más de 70.000 políticos. Qué bien calados los tenía Franco, que si ganó la guerra fue, entre otras razones, porque en la zona nacional no hubo políticos molestando, sino militares sirviendo a un mando único mientras en la zona republicana había políticos peleándose por el poder.
La victoria de Franco fue la derrota del PSOE y todo separatismo. No hay político que pueda presumir de ello. Entonces vimos al mejor PSOE, al que —en palabras de Santiago Carillo— estuvo 40 años de vacaciones. La única oposición fue la comunista y la de los Maquis durante la posguerra. Es esa mala conciencia —y no tanto la derrota en la contienda— la que explica la furia de quienes ahora legislan para condenar a unos abuelos sobre otros.
Franco agoniza y España se tambalea, que es cuando Marruecos siempre aparece. Hassan II lanza la Marcha Verde sobre el Sáhara. España, sin pulso, renuncia a defender su soberanía, en un anticipo de las cesiones que habrían de llegar. Franco muere en la cama a dos semanas de cumplir los 83 años y deja una clase media antes inexistente en la historia de España. Una sociedad despolitizada y reconciliada, pues en la transición quienes se perdonan son los políticos.
Casa, coche e hijos
Tras el franquismo estas renuncias se concretan con el ingreso en la UE y la OTAN. En el plano interior las instituciones nacionales sufren un lento proceso de descomposición, hoy a la vista de todos, que no hay ninguna que goce de mayor prestigio que entonces. Ni siquiera la Corona ni mucho menos la Conferencia Episcopal. La primera, reinstaurada por Franco, parece convencida de que su destino es pastorear una segunda transición hacia una España plurinacional. La segunda, sencillamente es incapaz de defender las cruces o las profanaciones perpetradas en el interior de sus templos. Cualquier rendición es admisible para la jerarquía eclesial con tal de desmarcarse del hombre que salvó a la Iglesia de un genocidio que habría sido mucho mayor al que padecieron los 7.000 religiosos asesinados en la retaguardia durante la guerra.
Muerto el caudillo, mutan las lealtades. Y surge el antifranquismo a toro pasado, que es el oficial, el que coloniza universidades, observatorios y medios de comunicación. Cuatro décadas como jefe del Estado que recibieron los elogios de quienes cambiaron la camisa vieja por la chaqueta nueva. Haro Tecglen cantaba en verso las glorias de José Antonio y Franco («se nos murió el Capitán, pero el Dios Misericordioso nos dejó otro»). Cebrián, Ónega y Gabilondo, paladines del nuevo régimen, echaron los dientes ante un micrófono cuando Franco todavía mandaba en TVE y en la SER. Ninguno dijo ni mu contra la dictadura.
Cincuenta años después la corrupción está institucionalizada, la nación dividida, la sociedad polarizada y varias generaciones de españoles anhelan lo mismo que tuvieron sus padres y abuelos: casa, coche e hijos.


