Deconstruyendo el mito conservador de Benedicto XVI (III): el sesgo de la prensa

«Rottweiler de Dios», «El Gran Inquisidor» o «Panzerkardinal» fueron algunos apodos utilizados por la prensa para ridiculizar a Ratzinger

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Como ya sabemos, la mitología del conservadurismo que ha rodeado a Joseph Ratzinger a lo largo de toda su vida se remonta desde mucho tiempo antes de su elección como pontífice en 2005. Aunque la suya fue una vida profundamente anti-ideológica, Joseph Ratzinger fue durante años objeto de una campaña de etiquetado ideológico que lo situó de forma unánime en el extremo conservador del espectro eclesial. Los medios de comunicación no sólo se hicieron eco de esto sino que, en ocasiones, fueron proactivos en su empeño por proyectar una imagen estereotipada de Ratzinger, basada más en su cargo institucional que en el análisis riguroso de su pensamiento teológico.

Hubiese bastado con leer sus escritos o escuchar su fino hilo de voz para descubrir en él una sincera apertura a la verdad, pero nada. Desde que el joven Ratzinger —brillante perito del Concilio Vaticano II, más tarde respetado obispo en todo el continente europeo y, algunos años después, cardenal discreto y mano derecha de San Juan Pablo II—, llegase a Roma para auxiliar en la Congregación para la Doctrina de la Fe a su antecesor, una sombra cubrió su figura: en su mirada tímida parecía esconderse todo un tratado de intransigencia germana y rigidez teológica. Una sombra chinesca que, sin embargo, nunca correspondió con la realidad.

El apelativo de «Panzerkardinal» —en alusión al blindado Panzer alemán— se popularizó en la prensa durante los años en que Ratzinger fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (entre 1981 y 2005). En el ámbito mediático, este término fue irónicamente asociado a Ratzinger debido a su firmeza doctrinal desde el Palacio del Santo Oficio. Sin embargo, el apodo contrasta con su carácter personal, más bien afable, tímido y profundamente espiritual, del que han dado muestra todos sus colaboradores. El primer apelativo, pues, tiñe el legado de Ratzinger.

A este apodo pronto se sumaron otros sobrenombres como «Rottweiler de Dios», «El Gran Inquisidor» o incluso «Cardenal No», «Pastor alemán» y «Benedicto el rígido», ya durante sus años de pontificado. Todas estas alusiones, cargadas de connotaciones negativas, trataban de apuntar a una supuesta rigidez doctrinal, intolerancia a la diversidad y rechazo a toda forma de modernización eclesial. Todos ellos se desmoronan a la luz de la verdad.

Por poner ahora un ejemplo, la manida imagen del rottweiler —un perro de defensa, fuerte y vigilante— pretendía subrayar su supuesta actitud de vigilancia doctrinal agresiva, asociada a las correcciones que desde su oficina se hicieron a ciertos teólogos y corrientes incompatibles con la enseñanza de la Iglesia. El término, más sensacionalista que justo, se popularizó en medios de comunicación que veían en Ratzinger una figura antagónica al espíritu de apertura postconciliar. Estos medios olvidaron que precisamente Ratzinger fue uno de los pensadores más progresistas del Concilio, y que sus amonestaciones llegaron a ambos lados del espectro eclesial por igual.

No menores fueron las afrentas a su nacionalidad, en una Iglesia cargada todavía del peso de la curia italiana. Sobrenombres como «Pastor alemán» o «Benedicto el rígido» apelaban tanto a su nacionalidad germana como a su estilo reservado, meticuloso y profundamente estructurado. Se le tildaba de inflexible por su defensa de posturas que, aunque tradicionales, no eran fruto de un capricho personal, sino de un esfuerzo constante por mantener la continuidad doctrinal. A la luz de la verdad, cada uno de estos apodos, al ser examinados sinceramente, revela más del prejuicio de quienes los usaron que de la verdadera personalidad de Ratzinger.

Como ha escrito el historiador John L. Allen Jr., uno de los principales vaticanistas contemporáneos y biógrafo de Benedicto XVI, «la caricatura mediática de Ratzinger como un inquisidor sin matices ignoró por completo su dimensión intelectual y su apertura al diálogo. Su imagen como un severo ejecutor doctrinal no es inexacta, pero sí incompleta. También es un teólogo serio, un hombre de profunda cultura y una personalidad compleja». Precisamente por esta parcialidad, Allen sostiene que parte de esta imagen se debe a la confusión entre el papel que desempeñaba como prefecto y su pensamiento personal, indudablemente más complejo y matizado.

A la cacería de la prensa debemos sumar otro factor: el contexto histórico también favoreció esa percepción conservadora. Tras el Concilio Vaticano II, los sectores progresistas esperaban una reforma radical de la Iglesia. Las acciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe —como la censura de algunos teólogos de la liberación o el distanciamiento de figuras como Hans Küng— fueron interpretadas como una reacción conservadora frente a ese impulso renovador. Ratzinger fue, a ojos de muchos, el rostro visible de esta resistencia, que no era más que un humilde recordatorio del Magisterio de la Iglesia.

No obstante, una lectura más fina de sus textos muestra que muchas de sus intervenciones respondían no tanto a un rechazo del cambio, sino a una preocupación por la coherencia interna del mensaje cristiano; no se trataba de fijar una postura inamovible, sino de tomar a Cristo como referencia para cualquier novedad. En palabras del propio Ratzinger (2003): «El cristianismo no consiste en una suma de costumbres, sino en la fe en un acontecimiento, en una persona. Y por eso puede renovarse, siempre que se mantenga fiel a su centro». A este respecto siempre mantuvo una sincera actitud de apertura: «El criterio de la verdadera reforma es que conserve la identidad en lo esencial, purificando lo secundario». Lo esencial derriba ahora todos los sesgos de una prensa interesada.

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