Hay personajes que parecen salidos de una novela, pero existieron de verdad. Diego de Gardoqui, como hemos visto a lo largo de esta serie, es uno de ellos: comerciante bilbaíno, diplomático de carrera acelerada y primer embajador de España en los Estados Unidos. Fue un hombre de mundo en una época en que el mundo estaba aún en obras, cuando las colonias americanas soñaban con la independencia y España jugaba al mismo tiempo a tapar y a desvelar su apoyo.
Gardoqui vivió en medio de esa tensión durante años: discreto pero aventurero, financiero y político, austero en los números y espléndido en las recepciones. Su vida, decíamos, es la de una novela que la historia, sin embargo, hizo realidad. Hoy su nombre es desconocido por muchos en España y en los Estados Unidos, pero las voces de historiadores, escritores y periodistas recuerdan por qué merece la pena recuperar su mirada. Sólo así podremos descubrir un legado que permanece más vivo que nunca.
En conversación telefónica, José Luis López-Linares, cineasta y uno de los grandes impulsores de la difusión de la Hispanidad, subraya el gesto cultural que revela la grandeza del personaje: «Diego de Gardoqui regaló a George Washington una edición de El Quijote. Creo que esa es la actitud que debemos tener los españoles: un sano orgullo por nuestra cultura y un afán por darla a conocer. Esos ingredientes son fundamentales para forjar una identidad y una forma de estar en el mundo, que corresponden a nuestra civilización». Aquel regalo de la obra magna de Cervantes pudo llegar a ser un símbolo político más elocuente que un tratado. De alguna forma, Gardoqui estaba obsequiando al presidente de los Estados Unidos con la obra magna de la literatura castellana.
Pero nuestro Embajador no solo regalaba libros: movía barcos y cañones. Como recuerda Esperanza Ruiz, columnista y escritora: «Gardoqui destacó por su papel como intermediario financiero entre la Corte española y las Colonias. Dicen que sabía de memoria las cifras. A través de su empresa familiar naviera y comercial, dedicada al salmón, vino y azúcar, la Corona española aportó veinte mil reales de plata, que en los Estados Unidos fueron bautizados como Spanish Dollars. Doscientos quince cañones de bronce, treinta mil mosquetes, trescientas mil libras de pólvora, doce mil ochocientas granadas, treinta mil uniformes, cuatro mil tiendas de campo y ocho mil mantas de Palencia y Béjar para aprovisionar a los combatientes. La producción fue tal que, pese a la discreción pedida, ya que la Corona española apoyaba a los rebeldes en la clandestinidad, toda la comarca estaba al tanto. Milagrosamente, los británicos nunca se enteraron».
De la pólvora a los relatos, de los cañones a los mitos, el escritor y ensayista Alberto G. Ibáñez recuerda cómo al otro lado del Océano se forjó un país gracias a la ayuda de Gardoqui. Su reflexión apunta a nuestra relación con la tradición: «Decía Gustav Mahler que tradición no es el culto a las cenizas sino preservar el fuego. Debemos buscar en nuestro rostro los rastros de nuestros antepasados. La pertenencia a un linaje nos refuerza frente a las dificultades porque no estamos solos y desnudos, sino que acudimos a la lucha por la vida armados de un bagaje. Renunciar a esta compañía social y psicológica sólo nos debilita y facilita nuestra posible caída en estados de desánimo o depresión. No es casualidad que el suicidio esté subiendo especialmente entre jóvenes y adolescentes justo en el periodo en que el modelo educativo posmoderno ha llevado a la Historia al cajón de los juguetes rotos o los instrumentos de tortura. Los jóvenes necesitan referentes y ejemplos —como el de Diego de Gardoqui— que les sirvan de guía. En ocasiones podrá ser los padres o los abuelos, pero para la mayoría serán personajes ajenos a la familia cercana, pertenecientes a la gran familia ampliada que lideró el mundo al menos durante siglo y medio. Hay mucha gente interesada en que olvidemos quiénes somos y hemos sido porque tienen miedo a nuestro despertar».
En la misma línea se expresa Ángel Benzal, presidente de la Asociación Héroes de Cavite: «Recuperar la memoria de Gardoqui y de muchos otros personajes de la historia de España, prácticamente desconocidos para el ciudadano medio, es útil por varias razones: primero, porque el hecho de conocer a compatriotas de brillante trayectoria nos ayuda a recuperar nuestra autoestima como nación. Incluso en tiempos convulsos hubo españoles como Gardoqui que no dudaron en dar lo mejor de ellos en beneficio de su patria. Además, porque la relación con otros países, fomentada por figuras casi anónimas, sea en asuntos políticos, culturales o de cualquier tipo, sirve para reforzar los lazos que nos unen con esos países. Buscar lo que compartimos, no lo que nos separa, es una forma eficaz de favorecer unas más fluidas relaciones de todo tipo, con especial incidencia en las comerciales y empresariales. Por último, hay que recordar la particular importancia que tienen los aspectos lingüísticos. El español es la lengua de Hispanoamérica, pero también la segunda de los Estados Unidos. La literatura en nuestro idioma es una joya de valor incalculable de la cultura universal. Un idioma común une y ayuda a compartir y fomentar esa cultura. Gardoqui sabía lo que hacía al regalar El Quijote a Washington».
Ciertamente sabía lo que hacía, sí. La ayuda española a la independencia de las Trece Colonias —orquestada por Gardoqui desde el puerto de Bilbao— no fue una nota a pie de página. Luis Gorrochategui, escritor e historiador, lo recuerda con claridad: «Es muy importante dar a conocer la crucial ayuda que prestó España a los Estados Unidos en su Guerra de Independencia. La figura de Gardoqui es en este sentido enormemente significativa. Dada la herencia hispana de los Estados Unidos y la presencia presente y futura de nuestra cultura en esta nación, es enormemente oportuno potenciar el conocimiento de los grandes personajes hispanos que están en el origen de los actuales Estados Unidos. Esto ayudará a recuperar la identidad y la autoestima de las docenas de millones de hispanos que viven actualmente en los Estados Unidos. No hay que olvidar que la minoría hispana se halla en pleno crecimiento. Y que la cultura hispana debe convertirse en una fuente de legítimo orgullo para todos aquellos que la comparten».
Más directo se muestra Alberto Abascal, impulsor del Protocolo de Santa Pola: «No hay más que echar un vistazo a los libros de texto educativos para darnos cuenta de la falsa historia que contamos a nuestros hijos. Hay naciones que inventan super héroes como Batman o Spiderman para entretener a los niños. Los españoles tenemos auténticos superhéroes de carne y hueso, y no los sabemos valorar. Mientras los escritores franceses e ingleses contaban historias y mitos sobre vueltas al mundo en 80 días, o los Caballeros de la Mesa Redonda y Excalibur, nosotros tenemos al Cid campeador, Hernán Cortés, Pelayo, Álvaro de Bazán, Blas de Lezo, Orellana, Oñate, y tantos y tantos héroes verdaderos que no caben en los libros. En esa lista debe estar, sin duda, Diego de Gardoqui. Por eso, hemos de ser capaces de transmitir nuestro legado a nuestros hijos porque no puede existir una civilización sin la transferencia de conocimiento. No se ama lo que no se conoce y no se defiende lo que no se ama».
De amores, precisamente, entendió Gardoqui, que supo conjugar su astucia diplomática con su delicada cortesía. Nuestro Embajador no solo fue un gestor de pólvora y caudales, sino también un maestro en la diplomacia social. Salvador Otamendi, jurista, lo recuerda así: «Gardoqui promocionó el buen nombre y peso de España mediante la organización de fiestas y recepciones donde se invitaba a las más altas instancias políticas, económicas y sociales del país. Hasta nuestros días han llegado cartas y artículos de prensa de la época describiendo esta política de lisonjería, tan habitual en aquellos tiempos, para ganarse la confianza y admiración de los lugareños. Así, son memorables los fastos en honor de la onomástica de Carlos III, San Carlos Borromeo, donde se brindó por el Rey de España, los Estados Unidos de América, el general Bernardo de Gálvez y el General George Washington, entre otros».
Y continúa Otamendi: «Aunque lo hayamos olvidado, su hoja de servicios fue notable: mejoró la imagen de España en los Estados Unidos gracias a su carácter agradable y educado, forjó una relación amistosa con el primer Gobierno norteamericano, defendió en todo momento los intereses españoles en aquellos territorios, apoyó a la minoría católica en Nueva York —no podía ser de otra manera siendo representante de Su Majestad Católica— y destacó por su fidelidad y obediencia a las órdenes del monarca español. Es nuestro deber honrar su memoria».
Con conocimiento de causa, por último, recupera la mirada de Diego de Gardoqui el diplomático español Mario Crespo. Con un aire novelesco, Crespo nos ayuda a completar el retrato de nuestro personaje: «Gardoqui estuvo, para envidia de todos, en el meollo del poder. Vivió de todo: la conspiración, el conflicto abierto, la construcción de un nuevo país o la esgrima de las negociaciones de altura. Trató a líderes tan distintos como Carlos IV, George Washington, Benjamin Franklin o Napoleón Bonaparte. Triunfó unas veces, fracasó otras y siempre dejó huella. ¿Cómo no íbamos a aprender algo de su vida?».
Remata Crespo: «En un tiempo en el que la influencia de España empezaba a decaer de forma preocupante, Gardoqui no se resignó a que su país fuera un actor segundario. Jugó sus cartas con aplomo, a veces de farol. En un tiempo difícil —pocos años después de su muerte llegaría la invasión francesa, comenzando un siglo de guerras civiles, pérdidas territoriales y estancamiento económico—, quiso dejar bien alto el pabellón y logró una posición de influencia envidiable en el nuevo Estado. Aplicó, antes años de que se escribiese, la idea del también diplomático Juan Valera: “Creo que toda nación, para ser poderosa, representada y temida, debe empezar por creer ella que lo es”».
La vida de Diego de Gardoqui, en fin, no está en los manuales escolares ni en la memoria colectiva. Por mucho que nuestro primer Embajador en los Estados Unidos fuese un actor de primera línea en el nacimiento de una de las naciones más influyentes del mundo, apenas nadie conoce su legado, que aún pervive. Gardoqui fue comerciante, diplomático, anfitrión, estratega financiero y hombre de letras: regaló a Washington un Quijote, pero también le entregó cañones y pólvora. Representó a España con una mezcla de astucia y elegancia, y dejó huella en la historia de los Estados Unidos y en la de nuestro propio país. Ahora, gracias al recuerdo de historiadores y escritores, estamos preparados para redescubrir el papel de España en Norteamérica. Todo esto lo hizo uno de los nuestros.